Más blablablá
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# ¿Puede pensar la inteligencia artificial?
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> Sumario. La inteligencia artificial y el problema del «pensar». El
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> «decubrimiento», «invención», «encuentro», «desencuentro» y «choque» de
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> América. El reino, el muro, la selva y todavía más allá. El motín por la
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> inteligencia artificial.
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Este texto no aporta nada significativo al campo de la inteligencia artificial
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(IA) ni tampoco al campo de estudio con el que se piensa contrastar; a saber,
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la historiografía regional colimense o, en un sentido más amplio, a la historia
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@ -371,14 +376,168 @@ hechos históricos, lo que quiero poner de relieve es que la comprensión del
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«decubrimiento», «invención», «encuentro», «desencuentro» y «choque» de América
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es tanto un conjunto de hechos como su reconstrucción para tener un conocimiento
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general de este momento específico de nuestra historia. Esta reestructuración
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tan nuestra se comprende aquí a través de estos fenómenos: 1) el
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tan nuestra se comprende aquí a través de estas nociones: 1) el
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desconocimiento y los procesos de 2) asimilación limítrofe, de 3) humanización,
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de 4) diferenciación y, por último, de 5) confrontación. Es un factor
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fenoménico descrito desde una perspectiva general. Pero quizá también sea
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aplicable, con sus respectivas modifiacciones, para la comprensión
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de otro fenómeno…
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## La aculturación en la inteligencia artificial
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## El reino, el muro, la selva y todavía más allá
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La narración anterior tiene tal deuda con otras personas que acepto no haber
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podido visibilizarlos a todos, lo único que puedo mencionar es que «nada» de
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eso es «mío», así como el resguardo digital de la bibliografía empleada
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durante una investigación, como fue mi caso con la fundación de Colima, es
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importante para evitar esta pérdida. Pero bueno, ¿en qué estábamos? Ah, sí,
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¿qué tiene que ver una interpretación sobre ese facinante fenómeno que
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ocurrió a los extremos del océano Pacífico durante el siglo XVI con la IA?
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Los pormenores sobre el problema de una doble fundación de la Villa de Colima
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con el tiempo formaron un montículo de barro que ha sido base del modelo,
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aún fresco, de cinco nociones guías para la comprensión de un conjunto de
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hechos históricos. Hablaré sobre ello como alteración de su forma para su uso
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en el problema en torno a si la IA puede pensar.
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Que los españoles a partir de las quimeras de su mundo o que lo americanos
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desde el carácter mítico del suyo hayan comenzado la asimilación de
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horizontes, implica una metáfora espacial entre lo lejano y lo cercano.
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Si el límite es el lugar donde yace la ficción o el mito —aquello «irreal»,
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«amorfo», «ambiguo», «no convincente», «poco consistente» y «quebradizo»—, en
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la medida que nos vamos acercando la tierra empieza a tener un poco más de
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sentido, comienza a ser más significativa para nuestra vida porque en ella
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apreciamos los recuerdos de lo que hemos sido, se asoma ese suspiro de ya estar
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cerca de nuestro hogar y nace ese deseo de al fin desnudarnos y poder
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descansar en esa *propiedad* donde nos sentimos seguros.
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Lo cercano es lo mío, es lo nuestro, es ese espacio de dominio por el que
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día con día legitimamos su existencia como pertenencia nuestra con diversos
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quehaceres. La legitimización no es por vía jurídica o mediante el poder del
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Estado: el derecho y cualquier forma de estructura política crece sobre ese
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lugar común de convivencia. Lo que le da fundamento es el cuidado para que esta
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tierra —que no es inerte, sino viva: mundo— no desfallezca, su uso por ser base
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de nuestras actividades diarias hasta la muerte y su transformación para
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convertirla en un hogar, en el café y el pan después de la tormenta. Su peso es
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dado por nuestro trabajo, pero no solo ese trabajo-trabajo que implica el uso
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de la mano, el sudor hasta el óbito o la pérdida de lo que de antaño
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considerábamos nuestro pero que fue sacrificado para no perder el dominio.
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Trabajo también es ese esfuerzo de tratar de ver —entre los supuestos y los
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prejuicios de quienes nos heredaron el reino— su fondo, ¿cómo construir si
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desconocemos los cimientos, si no tenemos planos de esta cosa tan compleja que
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se nos fue dada y la cual llamamos mundo?
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El «reino» porque eso que consideramos tan nuestro, tan propio, no es
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políticamente neutro. Es más, en la mayoría de los casos tampoco es justo. Uno
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imagina que el hogar es un espacio de tranquilidad y de comunión pero por lo
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general eso no es mas que un deseo. Antes de llegar a casa los músculos
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comienzan a relajarse; sin embargo, ya desde el umbral de la puerta empezamos
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a escuchar el ruido, a oler el estercolero, a sentir el lodo que mancha
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aquello a lo que hemos dedicado nuestro tiempo. La limpieza pasa de algo
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lejano que hacían nuestros padres —más bien nuestras madres— a ser un rito.
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De un de repente entre la barrida o la trapeada caemos en cuenta que ya somos
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adultos: nadie está para limpiar nuestra mierda, pocos toleran ya nuestro
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desorden.
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¿Qué hacemos pues ahí, si no es tan placentero? ¿Acaso es miedo de huir o
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resignación porque lo peor es nada? No: es lo que somos. Somos espacio y
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somos tiempo, pero no en esa abstracción que es el espacio cartesiano o el
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tiempo como veinticuatro horas al día durante trecientos sesenta días al año
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—esa libertad de ir a donde sea y ese ir solo hacia una muerte en lugar de un
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mejor destino—. El espacio es ese reino que todo el tiempo limpiamos,
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¿cómo alejarse cuando nuestro ser no solo brota, sino que se funde entre
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cara vericueto de esa arquitectura?
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Durante un tiempo pensamos que dicho «reino» era un proyecto que se nos dio
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sin preguntarnos si queríamos continuarlo, un esbozo al que nos correspondía
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darle un rumbo o quemarlo, un bosquejo donde solo uno, con la llave maestra
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de lo auténtico, tenía el poder de decidir si se cumplía o pasaba a ser abyecto.
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Pero nos equivocamos, el reino es la mancha de sangre que por más que
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intentamos quitarla ya se quedó y ahora es evidencia de lo que somos. No es
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externo ni una prolongación de mí, tampoco son mis actos, sino una estructura
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fundada por lo que hemos sido y por lo que queremos ser. El reino es el
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epicentro del ser, ese modo que somos y que damos por sentado y no dudamos,
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que nos hace confesar que pese al disgusto y el asco provocado, lo que más nos
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frustra es ser tiempo dedicado a un espacio en común cuya complexión nos impide
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ser los únicos hacedores de nuestro destino. Más que «falta de tiempo» para
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cumplir con lo asignado, es un quehacer sin estar al tanto de que a esas
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pequeñas cosas a las que les dedicamos tiempo —aunque no lo queramos y pese a
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que las llevemos a cabo por responsabilidad o para no fallarnos— terminan por
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ser parte de nosotros: cumplen su ciclo al determinarnos en lo más profundo,
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al marcar la pauta de lo que ahora somos.
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El reino no solo carece de paz por el enorme peso de ser a cada instante, la
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hostilidad también viene porque solo en el sometimiento se encuentra la
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estabilidad buscada. Podemos negarnos ser y recluirnos o ser llevados hasta la
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nada. No todas las posibilidades del ser son edificantes, tal como su epicentro
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espera. Paso a paso se puede ir o se nos arroja a los márgenes del reino para
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*ser nada*. Es decir, ser momento, desaparición o muerte, y ser olvido,
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recuerdo o espectro para quienes nos ven alejarnos. Ese espacio donde el ser
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pasa a ser efímero es la nada: lo que yace inmediatamente afuera del reino,
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esos campos donde se cultivan los frutos que ha de comer el reino, eso tan
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menospreciado pero al mismo tiempo tan necesario para que el ser sea mármol
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que no sucumbe a nada.
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¿Cómo puede el reino edificarse si no busca más allá de sí lo que puede tomar
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con la mano? ¿Qué no es acaso por la nada —ese ser paupérrimo— que el ser se
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funda como ser «real», «con forma», «convincente», «consistente» y «sólido»?
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La nada, más que una oposición al ser, es el ser degradado desde la mirada del
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ser edificado. Como la nada también es, es esa tierra erosionada que a cada
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instante avanza, es arena que se mete entre los dedos de los pies y de ahí
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a nuestra casa: es parte de esa suciedad que a cada instante nos demuestra
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que el mundo como un espacio «limpio» es la necedad de ser fundado.
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¿Qué hacer cuando la nada también avanza y esto se percibe como amenaza? No
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hay mejor defensa que un muro. El reino hace un último esfuerzo de demostrar
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su poder fundante al construir, alrededor de lo que considera su espacio vital,
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una pared cuyo acceso es controlado. La división entre el ser efímero y el
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ser edificado es una decisión política que afecta la arquitectura del espacio
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de convicencia. Es una resolución que no necesita consentimiento porque es el
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epicentro quien la implementa por la fuerza. Y eso nuevo que constriñe al reino
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y que en un primer momento es molesto y despreciable, poco a poco pasa a ser
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aceptado y alabado. La política autoritaria poco importa cuando el tiempo
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borra su violencia y legitima la nueva configuración que ha creado. El muro
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impide un mayor crecimiento del reino, por lo que su ser se derrama a sus
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afueras: entre más bárbaros, más civilizado es el reino. Y entre quienes de
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manera arbitraria les tocó quedarse encerrado entre los muros, desde sus puertas
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o por lo alto de las paredes contemplan un panorama desolador que solo el muro
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evita su choque con el reino. La nada de ser efímera pasa a ser eso otro
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radicalmente distinto del ser entre muros, de lo que desde adentro se dice que
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es el ser, sin coletilla, porque no hay más ser allá de ese muro.
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¿Qué tal si el reino no tuviera muros? ¿Que pasaría si el dominio no estuviese
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limitado por la nada? ¿Cómo sería si la nada no existiera? El reino que nos
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fue entregado ya tenía incluido un muro. Pero el ser y la nada es política
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ontológica de este mundo. Ente porque nos hace ser lo que somos en un *polis*
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que define el modo de desenvolvimiento tanto dentro como afuera del muro.
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Esto significa que en otro mundo esto no fue necesariamente así: en otro
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horizonte ni la nada ni el ser eran; es decir, el reino no fue sinónimo de
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ser fundado.
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Lo que se considera «verdadero» en este reino fue la vara de medida por la
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cual «*nelli*» fue traducida del náhuatl como «verdad». Pensar que *nelli*
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es una particula que quiere decir la «verdad» es intentar imponer las reglas
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de este reino sobre otro mundo cuyo orden no se regía por el ser ni por la nada.
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El mundo era, pero no tenía ni necesitaba de ser. *Lo que es* en ese mundo
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su epicentro era una base más fugaz: era raíz. El mármol yace *sobre* la tierra
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y se queda ahí erosionándose por milenios o hasta que alguien más viene y lo
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destruye. Mientras tanto, de las semillas brotan las plantas *desde* la tierra
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cuyas raíces se dispersan por el suelo, luego maduran y después mueren para
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ser abono y comenzar de nuevo con el ciclo. Todo esto pasa mientras el mármol
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sigue ahí, a la expectativa de ser material fundante. En un mundo donde no hay
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ser ni nada, no hay muro que separe al reino de sus márgenes inmediatos: lo
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que es enraizado convive con lo que no tiene raíz, juntos permanecen en ese
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espacio en común, que sin ser del todo pacífico, no hay autoridad que marque
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una pauta porque ni siquiera existe un marco de referencia donde estos
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elementos estén en dicotomía, sino que más bien los dos extremos que al
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fundirse crean un mundo. Así que el muro, más que dado, fue constituido y ha
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sido mantenido por quienes estuvieron aquí antes que nosotros.
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Más allá del espacio común de convivencia —ahora diferenciado
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por un muro entre el reino: el ser edificado, y la nada: el ser efímero— está
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la selva: aquello que es pero sin que el reino pueda instaurarlo como ser o
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como nada.
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## El motín por la inteligencia artificial
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@ -390,6 +549,8 @@ Confrontación
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=> Aculturación
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**Poner guiones: —**
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Más que el europeo haya dotado de «ser» a América, le
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**implantó un orden de las cosas** en torno a algo tan desconocido y euroasiático
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como lo es el concepto de «ser».
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