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Metafísicas y tecnologías de la creación

Según The Economist, el recurso más valioso en el mundo ya no es el petróleo, sino los datos. La industria más lucrativa y de más amplio crecimiento es la relacionada con el control y la minería de la información. Alphabet ---antes Google---, Amazon, Apple, Facebook y Microsoft son las compañías que más beneficios están obteniendo por este tipo de economía. Pero detrás de ellos también están otras empresas como Uber, Snapchat, Tesla, Vimeo, Adobe y demás corporaciones localizadas en Silicon Valley, en California, en Nueva York, en Estados Unidos, Europa o China.

En la práctica esta industria provee de plataformas, servicios y software a sus usuarios de manera gratuita o por «módicos» precios. A cambio, estas compañías reciben la información de sus usuarios, la cual analizan para mejorar sus productos o venderla a terceros. Se trata de un recurso cuya capitalización es relativa a su cantidad y calidad. Como individuo tu información valdrá unos cuantos centavos, pero como comunidad su valor se incrementa casi de manera exponencial, más si detrás de ella existe un data analyst que la ha destilado y categorizado.

Con esta práctica se tiene ya una manera eficiente de crecimiento económico: mejores productos es igual a más usuarios; más clientes implica más datos; más información ayuda a la optimización y generación de más productos; una mayor producción equivale a una mayor captación de plusvalía; más capital implica mayor capacidad de penetración pública; más público conlleva al crecimiento en la cantidad de usuarios. Así de manera cíclica e inagotable dentro de un mundo finito.

Un punto de fuga del reportaje hecho por The Economist es la manera en como legalmente es posible este tipo de economía. Entre los vericuetos de los términos de servicios muchas veces se garantiza que la información generada es del usuario, aunque en la práctica se demuestre lo contrario. Como ejemplos están las técnicas de soft delete, la censura arbitraria de contenidos o el uso de la información para otros fines distintos y desconocidos por los usuarios que la generan.

En el lado del cliente existe esa tenue garantía del respeto a lo que unos llaman datos o información y, otros, propiedad o bienes digitales. En el lado del servidor las tecnologías y técnicas que hacen posible la masificación de productos y servicios digitales se cubren con un velo de misterio. La cantidad de personas y comunidades con la capacidad para auditar los modos de producción en como estas compañías operan es relativamente escaso. No es por falta de preparación o una ausencia abismal de recursos técnicos, sino por los armatostes legales que imposibilitan el análisis de estas infraestructuras, en lugar de alentar su transparencia y debate público.

No se trata ya de infraestructuras públicas que el Estado distorsiona para evitar su correcta evaluación, sino de modos de organización y de producción que no son visibles gracias a los mecanismos de propiedad intelectual (+++PI+++) ejercidos por diversas compañías y que son avaladas, garantizadas y resguardadas por legislaciones nacionales e internacionales. Desde los derechos de autor, patentes y marcas, pasando por el diseño industrial, las denominaciones de origen y los derechos conexos, y hasta los secretos comerciales, esta «economía de los datos» asegura su permanencia y expansión a través de las legislaciones de +++PI+++. Por un lado permiten el uso gratuito de sus productos y servicios. Por el otro, refuerzan la inaccesibilidad a los modos de producción, reproducción, distribución y conservación (+++PRDC+++) que los hace posible.

Respecto a la economía de la +++PI+++, en 2015 el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe señaló una balanza «ampliamente deficitaria para la región». El déficit para 2013 fue de 9,444 millones de dólares, casi el doble del 2005, donde los egresos ascendieron a 10,548 mdd mientras que los ingresos solo fueron de 1,104 mdd ---¿qué nos depara para 2020 según esta tendencia?---. Esto representa una diferencia de casi 1/9. Por cada dólar que se ganó por concepto de derechos de autor, patentes, marcas, diseño industrial, denominaciones de origen, derechos conexos o secretos comerciales, en América Latina y el Caribe se pagaron 8.5 dólares por los mismos conceptos.

No obstante, globalmente en 2013 los ingresos por +++PI+++ llegaron a 279,511 mdd, donde 129,178 mdd terminó en Estados Unidos, lo que representa el 46% ---¿qué le depara a ellos para 2020?---. Es decir, con los puros ingresos de +++PI+++ de ese año Estados Unidos recaudó 117 veces más que toda América Latina y el Caribe. Los egresos de ese año en Estados Unidos fueron de 39,016 mdd. Por cada dólar que en Estados Unidos se ganó por conceptos de +++PI+++ durante el 2013, este país gastó 0.3 dólares por el mismo concepto.

Esta enorme disparidad entre una y otra región puede tener muchos nombres, varios de ellos problemáticos o poco atractivos pero que hacen explícito el desbalance que representa la economía de la +++PI+++. Estos términos pueden ser: intercambio desigual, extractivismo, colonialismo, imperialismo, capitalismo, entre otros. Úsese o acúñese el término que más convenga para describir el fenómeno donde la economía de la +++PI+++ genera más del triple de ingresos para Estados Unidos al mismo tiempo que representa una pérdida de casi nueve veces para América Latina y el Caribe.

La economía de los datos y de la +++PI+++ no son del todo asimilables. No obstante, el nexo entre ambas economías no es circunstancial. La centralización de los datos por parte de las compañías y las posibilidades de uso que tienen sus usuarios para los productos o servicios que les ofrecen están determinadas por los mecanismos de protección a la +++PI+++. Los mismos dispositivos que aparentemente protegen el contenido generado por los usuarios como propiedad suya, también permite que la infraestructura quede afuera de su alcance.

El resultado que se tiene con esto es un acceso sobre el producto, pero no sobre la infraestructura de la producción ni de su organización. Como consecuencia, el usuario carece de mecanismos democráticos que permitan su participación en la manera en como se despliegan las tecnologías y técnicas desarrolladas por la industria. La intervención estatal también queda limitada, ya que las actuales legislaciones de la +++PI+++ la suponen como propiedad privada. El Estado supuestamente tiene la responsabilidad de velar por su protección y su regulación, pero carece de facultades para intervenir de manera directa sobre su gestación.

La dependencia tecnológica y técnica hacia los dueños de los medios de producción, como sucede con los usuarios de software o de plataformas propietarias, no es un fenómeno reciente. Walter Benjamin ya en 1934 en El autor como productor alertaba sobre la necesidad de que el trabajo intelectual dejara de limitarse a la elaboración de productos y se enfocara en la función organizadora de los medios de producción.

En nuestro tiempo, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación han amplificado las posibilidades de producción cultural y generación de plusvalía. Sin embargo, en esta infraestructura regida por bits se observa una paulatina reducción de los receptores de la riqueza producida que a su vez cuentan con la capacidad política de fijar su rumbo. Entre youtubers, artistas influencers en Instagram, cineastas en Vimeo, intelectuales en Twitter y científicos con perfiles de Linkedin, se hace evidente que el quehacer cultural, pese a su crisis estructural, continúa produciendo ad hoc a la demanda de la cultura de masas.

Pero también muestra una cruda realidad. Mientras que estos productores creen reservar su producción como propiedad, muchas veces se encuentran sujetos a condiciones laborales precarias o de (auto)explotación, además del miedo constante al reemplazo o la desactualización. La garantía ante esta situación es el ofrecimiento gratuito de tecnologías proveídas por los desarrolladores de software.

El dominio y explotación de una técnica queda bajo responsabilidad del productor, mientras que el análisis de su uso permite al distribuidor el desarrollo de nuevas tecnologías, muchas veces sin tomar en cuenta el desplazamiento de sus usuarios. Y no solo eso, mientras que esta nueva casta de productores tratan de capitalizar lo único que estas plataformas les ofrece ---«exposición» y likes---, los distribuidores hace tiempo extraen su plusvaliá a través de los datos generados.

¿Cómo es posible que a la par de la alta capacidad productiva, estos obreros de la cultura se encuentren en una franca alienación? ¿Qué yace ahí que impide a estos productores hacerse cargo del desarrollo de las tecnologías que permiten la amplificación de sus técnicas y su sustento de vida, en lugar de estar a la expectativa de lo que la industria les ofrece? Una hipótesis a descartar es la ausencia de reacción por ignorancia.

El origen de Amazon fue una librería, el de Alphabet un buscador, Facebook tuvo su punto de partida con una red social o Adobe con el +++PDF+++. En la actualidad la economía que rige a las empresas detrás del modo moderno de hacer cultura no son el ofrecimiento de productos o servicios, sino la recaudación, destilación y capitalización de la información generada por sus usuarios. Este modelo económico no ha pasado inadvertido, incluso varios agentes en el sector cultural han ejercido funciones miméticas ---en la mayoría de los casos ignorando el contexto geopolítico por el cual dicho modelo es posible---.

Esta disparidad económica entre quien produce y quien distribuye tiene una larga historia que se correlaciona al proceso histórico que constituyó y puso a la +++PI+++ en el centro de la +++PRDC+++ de bienes culturales, con especial atención a los derechos de autor.

Nos encontramos en la Inglaterra del siglo +++XVII+++, sin importar qué tan ajeno es para nosotros este contexto. La Honorable Compañía de Impresores y Periódicos, la organización de los gremios editoriales londinenses, está en conflicto abierto con sus pares escoceses. ¿El problema? Los impresores de Escocia están reproduciendo sus ediciones sin su consentimiento ---lo que luego se conocería como «piratería»---. ¿La solución? La Compañía demanda ante la Cámara de los Comunes la generación de una legislación que garantice la propiedad de las obras a perpetuidad.

Antes de ello los textos se habían protegido mediante privilegios reales, un mecanismo legal un tanto anacrónico ante un clima cultural que abraza la lluvia secularizadora y anti-establishment cada vez más intensa de la Ilustración. La Cámara se percata del capital político que tiene la osada propuesta de la Compañía. Esta legislación, entre otras, será el ejercicio de un poder que demarcará las facultades políticas y su posición dentro del Estado, ya que desplazará el poder real sobre la +++PRDC+++ de libros, una industria de alta importancia en la esfera pública y cultural de Inglaterra.

Pero la Cámara también quiere delimitar el poder político de la Compañía. Al hacerlo, no solo hará patente su autonomía ante la autoridad real, sino que también será un agente con una fuerte influencia en la industria del libro. Recuerda, estamos en el siglo +++XVII+++, gran parte de la difusión del conocimiento y la cultura se concretiza a través del comercio de textos.

Entonces, la propuesta de la Compañía sufre una pequeña modificación. La Cámara permite que jurídicamente el libro se considere una propiedad, pero con protección caduca. La producción cultural como propiedad obtiene un matiz claro en esta decisión. La propiedad como control efímero tiene su antecedente en esta nueva manera de hacer política. Así se promulgó el Estatuto de la Reina Ana ---el nombre es para honorarla, ya que no tuvo una participación activa en el proceso---: la primera legislación de copyright, una acción jurídica moderna, un ejercicio del poder que hace de lado los supuestos derechos naturales de impresores, libreros y mercaderes.

¿Cuáles fueron las consecuencias de esta minúscula modificación? Primero, una acalorada confrontación entre la Cámara y la Compañía: la lesgislación era para protegerlos, no para su restricción. En su primera legislación, el copyright tenía una duración de catorce años después de publicada la obra y si y solo si era registrada ---en la actualidad la duración abarca un mínimo de cincuenta años, por lo regular setenta y cinco o, como sucede en México, de hasta cien años después de la muerte del autor y sin necesidad de registro---. Ante ello, la Cámara permitió un segundo periodo que extendía su protección por otros catorce años adicionales, siempre y cuando se volviera a registrar.

Segundo, sentó las bases jurídicas modernas dentro de la +++PRDC+++ cultural para el resto de las naciones europeas. Así vemos el surgimiento de legislaciones similares en Francia ---que Proudhon ya había denunciado, pero nadie lo escuchó---, Alemania, España y Portugal. También Estados Unidos legislaría de modo análogo, aunque durante décadas precisó de la piratería escocesa para la alfabetización de su población, debido a la carencia de infraestructura para satisfacer las demandas de impresión. El proceso no fue inmediato, duró la menos dos siglos. Tampoco fue uniforme, la homogeneidad en materia de derechos de autor es una consecuencia decimonónica del Convenio de Berna ---como también es responsable del engrosamiento cualitativo y cuantitativo en esta materia---.

Tercero, al menos dio forma jurídica a los actores dentro de la +++PRDC+++ de bienes culturales. Se trata de un marco donde la producción cultural se organiza en cuatro grandes esferas. Una es la del distribuidor y el reproductor cuya tarea es la reproducibilidad y la difusión de los productos culturales; ¿en dónde reside su autonomía?, en el control de los medios de producción y en la centralización de la extracción de plusvalía. Por otro lado está el «público», el cual se caracteriza por el uso, el consumo y la crítica ---por lo general en privado, por muy paradójico que esto sea--- hacia los bienes culturales y cuya autonomía es relativa a su capacidad de acceso a la cultura.

Por supuesto el Estado es otra esfera, una que yace en el fondo y cuya función específica es velar y supuestamente regular las relaciones mercantiles establecidas por el resto de las esferas. Por último, está la esfera del productor o, como gusta autodenominarse, del creador. Nótese cómo este sale a relucir justo hasta ahora. Antes del giro moderno en el quehacer cultural, el productor se percibía en una función subordinante o plenamente dependiente al área de influencia del reproductor. El productor no se recluía en una habitación, sino que llevaba a cabo su ejercicio en un taller o en compañía de otros.

Cuarto, la atribución y la apropiación del texto empieza a recaer sobre el mismo sujeto. Antes de la «modernización» del quehacer cultural el productor del texto ejercía una función atributiva que permitía evaluar y conservar el conocimiento presente en un texto. Sin embargo, este no era propietario y, en su lugar, la apropiación era una función llevada a cabo por el mercader, el librero o el impresor que desde Fenecia se tiene antecedente de tratar al texto como un bien comercial.

Foucault en ¿Qué es un autor? acierta en descubrir las dos grandes características de la «función-autor» ---que deshebró en cuatro---, pero se equivoca en su localización histórica y geográfica ---que Chartier hace notar---, así como en la cantidad y tipo de apropiaciones. Además de la apropiación penal o legal de un texto a un autor, también existe una apropiación comercial que a partir del giro moderno en la cultura permite la gestación de la autoría. Autor era quien la inquisición juzgaba por un texto profano, quien la autoridad real indicaba que tenía un privilegio pero también quien la autoridad estatal designa como el propietario de su producción.

Es decir, la autoría en la manera en como hoy la entendemos surge a través de tres actos del habla: la mención de la atribución, la sentencia por herejía o la formulación de un contrato. El autor es una anacronía: jamás ha tenido tiempo más allá de los actos de habla que lo instituye. La autoría es una invención moderna, no por el giro jurídico dentro del quehacer cultural ni por su relación a un marco occidental, sino porque su «realización» implica un régimen de propiedad ajeno a la organización feudal y debido al supuesto del cual depende: la capacidad de nuestro lenguaje para la constitución de realidades y no solo para su descripción. Barthes acierta en sospechar sobre la función que la autoría ejerce sobre un texto, pero no podemos concluir junto con él que el autor ha muerto. Nos es imposible asesinar a lo que nunca ha tenido vida: el autor es un fantasma. Un espíritu que se alimenta a través de la tradición oral y textual como una técnica para la +++PRDC+++ de nuestra cultura.

Estas dos últimas consecuencias se nos presentan hoy en día con mayor urgencia. El marco que percibe al quehacer cultural a modo de esferas es problemático. Su carácter sintético simplifica y reduce la realidad del quehacer cultural. El desfase entre lo que las leyes permiten y lo que las nuevas tecnologías hacen posible le acompaña otra asincronía: lo que la teoría ha formulado para describir una realidad que se le ha escapado de sus manos ---o que jamás estuvo bajo su mando, pero que así lo supuso---. Sin embargo, pese a esta crisis conceptual, desechar una teoría en pos de otras nuevas ---como pretenden varios teóricos de la +++PI+++ para justificar al mismo tiempo que describir la situación actual de la +++PRDC+++ cultural--- no implica necesariamente la posibilidad de una mejor comprensión.

Aún no hemos contestado cómo, teniendo los recursos técnicos a un mayor alcance en comparación con otros tiempos, los obreros de la cultura continúan con una subjetividad de dependencia «creativa». A partir de las fisuras, las lagunas y las concientes omisiones de subyacen en este marco cabe la posibilidad de emplear sus categorías para profundizar y al menos comprender el complejo entrelazamiento entre figuras que se suponen esferas pero que actúan como mecanismos aislados y al unísono omnipresentes en el quehacer cultural.

Uno de estos mecanismos que se relacionan a la última concecuencia son las funciones llevadas a cabo por la autoría. Gracias a los movimientos en pos de los bienes comunes y al quehacer de la crítica de la cultura es cada vez más claro que la apropiación no es una función esencial para la autoría o, de serlo, deja de haber autor y obra cuando el trabajo no emplea al mercado como eje fundacional para el texto o la pieza artística. La capacidad de apropiación del producto cultural por parte de su productor cuenta con una historia, rastreable mas quizá no asimilable a la historia del copyright.

Pero ¿qué hay de la atribución? Ni siquiera Foucault fue claro respecto a su historicidad. Si la función mínima de la autoría reside en la atribución, es decir, en la relación de un nombre de autor con un producto y con ello el surgimiento de la obra, ha de existir por lo menos un empleo concreto que justifique dos cuestiones: ¿por qué se la supone relevante en el quehacer cultural contemporáneo?, ¿por qué se restringe su ejercicio al autor y su obra?

La tradición humanística siempre ha estado bajo la inspección y la sospecha de otras tradiciones. Frente a la tradición animalista justificó el centro de reflexiones en nuestra especie. Frente a las tradiciones religiosas ha debatido que ninguna quimera podrá salvarnos. Frente a la producción científica de conocimiento, se ha valido de la humanidad de nuestra especie para justificar la subjetividad e intersubjetividad de su discurso, que lo hacen distinto a cualquier otro tipo de discurso.

La atribución ha sido una técnica que ha permitido la preservación y la difusión de los conocimientos y la sensibilidad producto de esta tradición. El acompañamiento de una obra con un autor ha facilitado la transmisión, la reproducción y la generación de ideas, conceptos y preceptos. Sin embargo, la idea, de ser acompañada por una persona pasó a ser comandada: la idea y su persona. Lo que empezó como una subordinación ahora ha devenido en una personificación: la persona y su idea.

A partir del carácter accidental de la apropiación, el texto y la pieza artística, antes productos de técnicas, han transmutado en obras cuya creatividad del autor le otorga no solo de una génesis material, sino también de significado y de sentido. Existe un salto cualitativo y sin mención expresa de su justificación entre una actividad productora y una acción creadora. La creación es una categoría metafísica que mienta un «dar a luz» o una generación ex nihilo. Ninguna de estas dos hace evidente el contexto social, político y cultural en el que un texto o una pieza artística es construido. En su lugar elimina todas estas capas que otorgan significado y sentido a la producción cultural por una relación íntima, de parentezco y erótica entre el autor y su obra.

El deseo vehemente de que al autor se le reconozca a partir de un ejercicio que supone realizarlo en privado y del cuál tiene su temple en poco o en nada se asemeja a la necesidad de conservación de una tradición. Las tecnologías al servicio del conocimiento o afectos humanísticos no eran capaz de transmitirlos en el soporte mismo sin correr el peligro de una pérdida de sus coordenadas espaciales y temporales que permiten una mayor inteligibilidad. El ejercicio técnico de asociar una idea o un afecto con un nombre ---no siempre una persona de carne y hueso---, y por ende de una historia, fue una manera de evitar la degradación de sus discurso a través del tiempo.

No obstante, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación están acercando un horizonte donde el producto en sí mismo puede contener esa referencia espaciotemporal y contexual. Es decir, aunque aún impracticable, ya hay pautas para pensar en un tipo de atribución cuyo fundamento resida en el mismo objeto atribuido. Con ello se palpa la posibilidad de prescindir del autor.

Bajo semejante hipótesis existen una serie de consecuencias interesantes. Si la atribución es la última función aún sin historización plena que justifica la existencia de la autoría, pero esta a su vez puede ser un mecanismo que no requiera de ningún nombre para establecer su posición dentro de nuestra cultura, entonces esta función no requiere esencialmente de ninguna autoría. Ante ello, el autor pasa a ser una clase vacía, ya poco operativa ante el nuevo contexto técnico y tecnológico de la producción cultural.

Pero esto no quiere decir que no tenga su ubicación en un sentido ideológico. Foucault habló de las funciones de atribución y de apropiación como características mínimas para la función-autor. No obstante, además de estas, la autoría tiene una función ideológica, la cual perpetúa un imaginario que invisibiliza la realidad material, social y política por una concepción que tiene valía en la intimidad de su ejercicio. Elemento ya indemostrable, porque esto implicaría una salida de esa esfera erótica del autor y su obra.

Debido a estas características, cuando se habla de metafísicas de la creación nos referimos a la justificación intrínseca para la autonomía de una esfera que se supone cualitativamente distinta al resto del ecosistema de la +++PRDC+++ cultural. A saber, la esfera del productor que una y otra vez se constituye como creador a través de los actos del habla. Sin embargo, desde un ámbito extrínseco, la individuación de un agente dentro de la cadera de producción cultural masiva semeja más a una actitud que a un hecho.

El problema de esta denominación es su connotación negativa: la metafísica de la creación es una de las condiciones para la alienación del productor cultural. En defensa puede decirse que la negatividad de este sitagma recae principalmente en la creación. La sustitución de la materialidad, la cual un discurso adquiere las posibilidades para su intelección, por un carácter irrisorio de lo que es la producción cultural tiene como consecuencia un productor incapaz de intelegir los mecanismos de extracción de su plusvalía que tiene cada vez que ejecuta las técnicas de su quehacer. Existen también mundos aún no concretos y quizá jamás realizables que funcionan como guía para muchos productores que ya tienen una clara conciencia de su ubicación y su función dentro de la maquinaria jurídico-política de la producción cultural. No por ello dejan de ser metafísicas, pero sí abandonan los supuestos de que la producción es creación y de que la creación es apropiación.

FALTA ABORDAR LAS TECNOLOGÍAS