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*¿Puede pensar la inteligencia artificial?

Este texto no aporta nada significativo al campo de la inteligencia artificial (IA) ni tampoco al campo de estudio con el que se piensa contrastar; a saber, la historiografía regional colimense o, en un sentido más amplio, a la historia de la conquista de América. El objetivo de este escrito es «ensayar»: «jugar» con un posible nexo entre disciplinas tan dispares para poder revisitar un problema presente en la teoría de la IA que se sintetiza con el título de este documento.

La inteligencia artificial y el problema del «pensar»

Dentro de la teoría de la IA se da por sentado la división del campo de estudio en dos grandes ramas:

  1. La IA «débil» o «estrecha» que consiste en diseñar un sistema para que resuelva una tarea en específico. Ejemplos tenemos la IA que puede jugar ajedrez o go, o que es capaz de manejar un automóvil o mantener una conversación con una persona. Se le llama «estrecha» porque más allá de esa tarea específica, que quizá puede realizarla mejor que una persona, no puede hacer nada más. Incluso cuando dentro de esa misma tarea aparece una nueva variable que no había sido completada, este sistema tiende a fallar; p. ej. la modificación del tablero de ajedrez o de go a una forma hexagonal. En este sentido es «débil» ya que su adaptabilidad requiere de una modificación de su código fuente, a diferencia de las personas, que en mayor o menor medida pueden llevar a cabo la misma función tomando en cuenta el nuevo contexto.

  2. La IA «fuerte» o «general» que consiste en la creación de un sistema que al menos tenga la capacidad de realizar tareas de diversa índole. Esta clase de IA es inexistente en la actualidad por los retos que plantea. Sin embargo, en teoría se visualiza con la capacidad de equiparar o superar las capacidades «cognitivas» humanas. Ejemplos de esta clase de IA se encuentran en la ciencia ficción como HAL 9000 o la Matrix. Es «general» porque no está diseñada para cumpliar una tarea en específico. Y se le denomina «fuerte» ya que su índice de adaptabilidad a nuevos contextos se perfila de manera equitativa a las capacidades humanas.

En uno u otro caso existe esa división de la IA entre la «práctica», la «acción», y lo que se encuentra en estado «teórico», en un «discurso». La IA «fuerte» se constituye como un límite, un ideal, que da dirección y norma el quehacer actual de quienes desarrollan la IA «débil». O viéndolo de otra manera, el campo de la IA no nace ni se entendería plenamente sin el constante optimismo presente en la disciplina de aproximarse a la ficción y de cómo su continuo fracaso no se percibe como un paso regresivo, sino como un aprendizaje que va hacia adelante en la consecución de dicho ideal.

Pero prefiero otra división cuando se trata del problema sobre si la IA «piensa», que a lo largo de este texto intentaré indicar su pertinencia:

  1. La IA que pretende «emular» el modo de pensar humano.
  2. La IA que se concibe como la «exploración» de un tipo de pensar no-humano.

¿Es posible «pensar» en términos no humanos? Se trata de una pregunta que ni se asiente ni se niega porque aún no existen los datos suficientes como para aventurarnos a indicar que se conoce todo el transfondo de lo que involucra el pensamiento. Las neurociencias y la filosofía de la mente, aunque están siempre presente en el campo de la IA, aún no dan los elementos suficientes para refutar o comprobar esta hipótesis.

No obstante, ya sea una «emulación» o una «exploración», de un modo usual se tiende a hablar de «pensar» y de «conciencia» de la IA y de cómo esta «singularidad» puede tener tal importancia histórica como el surgimiento de la filosofía a partir de diversas tradiciones, principalmente asiáticas o africanas, la llegada del cristianismo a Occidente, el Renacimiento o el surgimiento del pensamiento moderno. La pregunta es: si aún no existen datos suficientes sobre lo que es «pensar» que nos permita tener una aproximación clara sobre la «emulación» o «exploración» de nuevas formas de pensar, ¿por qué sin ningún reparo se habla de «pensar» y de «conciencia» de la IA?

Una respuesta podría ser que al no existir todavía conceptos que se adecúen a lo que se está realizando en la IA, se recurre a los términos de «pensar», «conciencia», «entendimiento» o «aprendizaje» de manera equívoca, como metáfora o analogía para que sea más fácil el entendimiento del objeto de estudio de esta disciplina. Suena convincente pero hay un problema: si se recurre a un significado figurativo de los vocablos debido a que no hay palabra que pueda describir a esa cosa llamada IA, ¿por qué no mejor se usan las nociones de «ejecutar», «procesar», «relacionar» o «guardar», es decir, términos un tanto más «maquinales»?

Ojo: en gran parte de las profundidades de la teoría e ingeniería de la IA efectivamente no se usan los términos de «pensar», «conciencia», etc. Sin embargo, es extraño que de modo coloquial las personas involucradas en esta disciplina se expresen de esta manera, ya que más allá de jugar con la flexibilidad de los conceptos, es también una muestra de cómo se perciben a sí mismos y a su campo de estudio. ¿Acaso no sería más entendible para el público general que la IA es una computadora muy avanzada que procesa información en lugar de hablar de algo aún más perplejo como lo es la «conciencia» y el «pensamiento»? Quizá es porque de manera efectiva la IA es o será algo más que una supercomputadora recursiva, pero tal vez no es sino cómo el personal involucrado se ve a sí mismo creando algo que no es solo una «máquina».

La insistencia parece necia, «¿Qué importa si en la divulgación o entre pláticas del día a día se hable de “pensamiento”, “conciencia”, “entendimiento” o “aprendizaje”?, ¿qué más da si la IA “piensa” o no? Carece de sentido, lo esencial es que se están creando sistemas que tienen una mejor capacidad de predicción y de creación de vínculos que los humanos, incluso al punto que es tan grato como alarmante». Cuando el «pensar» y el «ser conciente» se descorporaliza, se «abstrae», poco o nada puede alarmar la extrapolación de términos cuya base fenoménica son las funciones biológicas de un cuerpo.

La abstracción se dio desde muy temprano en la historia de la filosofía occidental. Platón y su mundo de las ideas no solo creó una dicotomía entre el «alma» y el «cuerpo», también fundó la base para entender el proceso del pensar, y de paso del filosofar, como una labor que poco o nada se parece a otro tipo de quehacer, como puede ser la creación de una escultura o el cultivo de un campo. De Aristóteles a la escolástica el proceso de «pensar» se fue asociando cada vez un poco más a un Ser o un Dios, en forma de metafísicas, teologías o pruebas ontológicas orientadas a la perfectibilidad del ser.

Con Descartes el acto de pensar empieza a secularizarse al fundar a Dios como sustancia distinta y de base para la res cogitans y la res extensa. El proceso es interesante, ya que la desvinculación es por lo menos triple:

  1. separación del cogito de Dios, 2) distanciamiento entre la res cogitans y la res extensa, y 3) la plena ausencia de la carne en el cogito. Si con Aristóteles y la escolástica se trataba de crear un vínculo entre lo terrenal y lo divino a través del raciocinio o la fe, que en uno u otro caso implican la necesidad de pensar, en Descartes ni hay nexo concreto entre Dios y el hombre ni relación entre el pensar y la función biológica que precisa el cerebro para funcionar.

El idealismo alemán y el psicologismo, aunque vertientes muy dispares, en este sentido no harán sino abstraer aún más el pensar de su base biológica, hasta un límite que horrorizó a Husserl. La vuelta a las cosas mismas y el carácter de la intencionalidad de la conciencia de la fenomenología filosófica se perfiló como un gran candidato para la encarnación de vuelta del pensar. Pero el ánimo duró poco y de la fenomenología Husserl retornó al carácter «eidético» del pensar. Y aunque el quehacer filosófico «continental» a partir de Husserl empezó a revincular el pensar con el «cuerpo» y la existencia en su organicidad y sociabilidad, el surgimiento de la filosofía «analítica» decidió orientarse a la lógica, el lenguaje, las ciencias «duras» y posteriormente a la mente: la raíz y fundamento filosófico de la teoría de la IA.

Este cuento estercolero tiene la finalidad de hacer notar que el vínculo entre el «pensar» y la «conciencia» con las funciones biológicas de un «cuerpo» es una condición necesaria para que se pueda hablar de una y otra cosa, donde su «inesencialidad» es más un constructo que un «hecho». O en otros términos, el ser que piensa y que es consciente también es un ser vivo; queya muerto no existe seguridad si sigue pensando o siendo consciente. (Una excepción es Dios, que es omnisciente sin que sean aplicables las categorías de vida-muerte, pero dejémoslo como una historia aparte). Pero no solo eso, lo que entendemos por «pensar» está asociado de una u otra forma a una estructura orgánica cerebral desde un sentido abierto donde entran los animales humanos y no-humanos, pasando al intermedio por el cual solo los homínidos forman parte del club, hasta el completo cierre en nuestra especie.

La reducción es tal que la cualidad de pensar y de ser conciente solo es aplicable a ciertos seres vivos con una estructura cerebral. ¿Cómo pues es que no hay problema con aplicar estas categorías a entidades que ni tienen órgano cerebral ni están vivos? ¡Vaya desgracia para los defensores de la dignidad animal, que durante milenios han luchado por los derechos de los que no pueden hablar, mientras que para los creadores de chips y código sin ningún problema se admite la entrada de sus creaciones al club!

Más allá de una búsqueda de mantener al «pensar» y a la «conciencia» en sus límites biológicos, de denunciar una «violencia teórica» o de argumentar que, en efecto, la IA no piensa, quizá un recorrido en otro campo ayude a mostrar otra cara de este problema…

El «decubrimiento», «invención», «encuentro», «desencuentro» o «choque» de América

Cuando Colón arribó al Caribe ignoró que estaba tocando pie en un nuevo continente. Pese a las sospechas que lo fastidiarían el resto de sus días, el «descubridor» de América siempre pensó que lo que había «descubierto» era una nueva ruta a las Indias. Carácter enigmático de este fenómeno ya que a partir del desconocimiento paulatinamente se forjaría una idea de lo que se conocería como Nuevo Mundo y, más tarde, América.

Este proceso que parte del desconocimiento hasta la confrontación, no solo en el plano bélico sino también en el discurso, es lo que de cierta manera permite indicar que fueron los españoles, primero los aventureros y luego los conquistadores, los «descubridores» de América. Contactos entre este continente y el resto ya habían existido: lo que conocemos por América no estaba del todo aislado, simplemente estaba afuera, era el límite de las cosmovisiones de las culturas europeas, asiáticas, africanas u oceánicas. Así como en la antigua Grecia todo aquello fuera de la influencia helénica era considerado «bárbaro», así también América no había sido incorporando al horizonte de sentido de las culturas al otro lado del océano. Es más, América no era ni «bárbara», ya que esto implica una incorporación negativa, era por lo menos un mito, aunque para la mayoría una «nada».

Las exploraciones, conquistas, colonización y evangelización españolas serían el punto de arrastre que incorporarían a este continente en el marco de la cultura occidental. Más que el europeo haya dotado de «ser» a América, le implantó un orden de las cosas en torno a algo tan desconocido y euroasiático como lo es el concepto de «ser». El verbo «dotar» no es un simple «dar» sino un «otorgar algo que se necesita», ¿cómo pues se podría dotar de «ser» a este continente si la noción de «ser» (ojo, no de «lo que es») ni existía y durante mucho tiempo tampoco fue menester?

«Nuevo Mundo», difícilmente será un término que vuelva a resurgir en nuestra historia debido al avance de la técnica. En el siglo XVI la capacidad de observación, entendida como una visión que no solo contempla, sino que también absorbe lo que tiene en su mirada, estaba en reciente expansión. Mientras tanto, en la actualidad esta capacidad ya ni siquiera se mide en kilómetros, sino en años luz. Es tal la dilatación de nuestra capacidad de observación que ya hemos incorporado en nuestro horizonte de sentido lugares en el universo que tal vez nunca alcanzaremos, destruyendo nuestro lugar privilegiado en el cosmos así como la misma idea de «cosmos» e imposibilitando esa completa paralización que supone el tocar pie en una tierra que ni se sabe dónde estaba ni «qué era».

Este es el sentido primogenio de un de repente, sin anticipación alguna, toparse con una entidad geográfica que se suponía «no estaba ahí». No solo lo digo por el desconocimiento y asombro que tuvieron los europeos al venir a América, sino también del desasosiego y shock que los americanos palparon al ver y tener noticia de la existencia de esas otras tierras. Aunque el término de «Nuevo Mundo» históricamente se haya aplicado a la noción occidental sobre América, este concepto bien es aplicable a la sensasión que los americanos sintieron respecto de Europa. Ni América tenía que estar ahí, ni el resto de los continentes se suponía que yacían ahí. El grado de ignoracia por ambas partes fue tal, que por ello en nuestros días difícilmente y sin previo aviso una masa geográfica se aparecerá ante nuestra mirada expectante, y más si se cae en cuenta que esta aparición ex nihilo no fue una llana masa inerte, sino llena de «vida» con un grado de familiaridad enorme.

La aparición de «nueva vida», más específicamente de «vida semejante» es lo que empezó un proceso de asimilación que no fue políticamente neutro ni propio de cada uno de los individuos, americanos o españoles. ¿De qué manera traer a sí algo tan desconocido pero al mismo tiempo tan similar? ¿Cómo, pues, cada cultura iba a incorporar a su horizonte cultural una «nada» que casi de la noche a la mañana se develó como un «ser como otro»? El «ensueño de la imaginación», como gusta llamarse Romero de Solís, fue precisamente el vínculo dentro de esta crisis de identidad.

Cuando algo tan «irreal» cae sin previsión en el mero centro de una «realidad» considerada consumada, es ir a sus límites, retrotraerse, lo que facilita su digestión a prisa, con desvelo y a contrapelo. Los americanos no necesitaban de los españoles para darle cumplimiento a su realidad: la idea de la espera del regreso de Quetzalcóatl no era una opinión compartida por muchos. Ni los españoles precisaban de América para terminar de pulir su realidad: querían nuevas rutas de mercado, la Corona anhelaba la legitimación de su poder ante una Europa perspicaz con sus acciones. Pero pese a esta autosuficiencia, América se convirtió en el umbral que trajo a España a su edad de oro, en sentido figurado y literal, y que a los españoles los convirtió en entes divinizados.

Este desenvolvimiento de los hechos no me parece que haya sido ingenuidad por parte de los americanos o suerte de los españoles. En los límites de lo real aconteció una incorporación que permitió un ver cara a cara el otro a partir de la ficción y el mito. Para los españoles América fue la expresión concreta de sus novelas caballerescas. Mientras que para los americanos fue la condensación de mitos de ese modo tan suyo de ser de los mitos: como creencia pero recelo al mismo tiempo.

Un aspecto interesante es que la asimilación española no fue a través de la incorporación de personas a su mundo, sino la anexión de tierras y riquezas. En el universo discursivo de las novelas caballerescas de lo que se hablaba era de doncellas, enemigos destruidos de manera heróica, fama, gloria y riquezas. Nada distinto a los planes generales de Hernán Cortés, a su estricto cuidado en conocer toda la geografía de Mesoamérica o en mandar a explorar por la noticia de que en Colima, específicamente en Cihuatlán (ahora parte de Jalisco) estaba un lugar de mujeres hermosas, las Amazonas, y muchas perlas. Nada tampoco opuesto al fundador de la Nueva Galicia, Nuño de Guzmán, y la exterminación sin peso de conciencia de los americanos, su lucha heróica por el occidente mesoamericano. Ni extraña el hecho que ante el desobedimiento de sus huestes y el primer enfrentamiento con los nativos de Colima, al parecer en Tecomán o Armería, Hernán Cortés mandará a unos de sus generales de mayor confianza, Gonzalo de Sandoval, a que inmediatamente fuese a «pacificar» las tierras de occidente, independientemente de que se encontraba en el Pánuco: no solo era una desestabilización política por abrir nuevos frentes cuando en otros la victoria aún no estaba asegurada, también implicaba la lucha titánica, casi perdida que merecía un «buen ejemplo» del triunfo de los caballeros de la corona; es decir, violencia al tope para exaltar al héroe mientras que demostraba su lealtad ante sus señores (y la espera de una buena fama y encomiendas). Así también puede entenderse al pobre Francisco Cortés y su anhelo por ir lo más lejos posible del nuevo horizonte español, esa frontera donde la ficción aún podía fundirse con la realidad; pese a su intento, olvidó que la puesta al límite implica una relación de poder, la cual siempre sería opacada por su pariente más sobresaliente, el mismo Hernán Cortés, teniendo una muerte trágica, una muerte buscada por un caballero sediento de fama.

La asimilación americana fue a través de cada uno de los españoles, porque de esas tierras lo único que sabían era lo que les contaban. Fue el contacto de una cultura por medio de la piel, el hierro, la técnica, la mirada y esa palabra difusa del caballero que engaña y que no ve del americano mas que un intermedio entre él y las riquezas de América. Cuando de otra cultura solo se tiene al otro para comprenderla, cualquier objeto, cualquier cháchara, cualquier conversación es deseada para poder digerir esa realidad que se tienta desmoronada. Que se vaya el oro, que se haga la fiesta, que los recursos que se tienen y pueden volver a obtenerse se inviertan en cualquier partícula de aquello que no nace en esta tierra: espejos y conversaciones. La técnica fue una parte importante entre la digestión en este límite, cuando Cortés mandaba a dar cañonazos, causaba más pánico el estruendo y el hedor de la pólvora quemada que la capacidad destructiva del cañón. El caballo no se veía como un instrumento militar al modo en que los españoles lo daban por sentado, ni los bergantines como señales de amenaza militar. Fue la envergadura, el ruidio, el olor y la textura tan novedosos para los americanos, tan más radicalmente inédito como el insólito panorama que los españoles vieron al ver estas tierras. Esta manipulación de las sensaciones por parte de seres tan semejantes a los americanos fue lo que en su límite se captó como el deshilachamiento del mito en las hebras que componían las venas de aquellos entes. No eran totalmente dioses, pocos así lo creyeron, pero tampoco eran del todo hombres, esa técnica no formaba parte de este horizonte mundano. ¿Entonces? Asimilación con recelo hasta que con el tiempo los mismos españoles evidenciarán dos cosas: 1) son igualmente humanos y 2) lo más aterrador no era su capacidad técnica, sino cómo su técnica estaba diseñada para dar muerte: armaduras, caballos, espadas, lanzas, cañones, bergantines y retórica, todo perfilado para cubrir de sangre semejante porte.

Del espacio caballeresco y de la nueva técnica del hombre se siguió la nivelación del tono. Los españoles se dieron cuenta que América no era una tierra de riquezas que solo era necesario recoger sus frutos, sino un continente que habría de trabajarse y planificarse según el modo de obtención de riquezas que su horizonte ya conocía y con la «ayuda» de los nativos de estas tierras: no fue suerte, sino el trabajo intelectual y físico lo que abrió la puerta de oro a España y la desgracia de los americanos que fueron usados como fuerza laboral para este fin o exterminados por su poca voluntad de subsumirse. Los americanos en la sed material de los españoles y su extraña idea de un Dios de tres dimensiones (la humana, la paloma y el sin cuerpo) cayeron en cuenta que los europeos no se distanciaban mucho de ellos: no fue ingenuidad, sino un proceso de asimilación de la encarnación del mito a la desmitificación. Aconteció un fenómeno de «humanización»: verse a sí mismo en el otro.

Un encuentro fundamental fue entre los viejos americanos y los monjes franciscanos. El fenómeno de humanización solo duró días. Entre las conversaciones se percibió un transfondo común completamente «humano» de dudas y tentativas de respuesta respecto al significado, el sentido y la raíz de cada una de estas realidades. Pero la distancia también fue garrafal. Los españoles no lograban entender la importancia y el sentido que las celebraciones tenían en Mesoamérica, incluida entre estas la práctica del sacrificio. A los americanos les costaba abstraer la idea de un Dios que, en un primer aspecto consistía de tres seres, y en un último aspecto uno de estos seres carecía de todo cuerpo, así como la autoridad que se le daba a una persona de decir que era suyo unas tierras que nunca había trabajado ni conocía. En este breve «encuentro» aconteció el «desencuentro»: la cruz o la guerra.


Desconocimiento y shock Asimilación a través del límite de lo real (mito y ficción) Humanización Diferenciación, reducción y confrontación

=> Aculturación

Implantación de un orden de las cosas

Pero prefiero otra división cuando se trata del problema sobre si la IA «piensa», que a lo largo de este texto intentaré indicar su pertinencia: EMULACIÓN o EXPLORACIÓN.