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¿Puede pensar la inteligencia artificial?

Sumario. 1. La inteligencia artificial y el problema del pensar. 2. El decubrimiento, invención, encuentro, desencuentro y conquista de América. 3. El reino, el muro, la selva y todavía más allá. 4. El motín por la inteligencia artificial.

1. La inteligencia artificial y el problema del pensar

Dentro de la teoría de la IA se da por sentado la división del campo de estudio en dos grandes ramas:

  1. La IA «débil» o «estrecha» que consiste en diseñar un sistema para que resuelva una tarea específica. Como ejemplo tenemos la IA que puede jugar ajedrez o go, o que es capaz de manejar un automóvil o mantener una conversación con una persona. Se le llama «estrecha» porque más allá de esa tarea específica, que quizá puede realizarla mejor que una persona, no puede hacer nada más. Incluso cuando dentro de esa misma tarea aparece una variable que no había sido completada, este sistema tiende a fallar; p. ej. la modificación del tablero de ajedrez o de go a una forma hexagonal. En este sentido es «débil» ya que su adaptabilidad puede requerir de una modificación de su código fuente por un tercero, a diferencia de las personas, que en mayor o menor medida por sí mismos pueden llevar a cabo la misma función tomando en cuenta el nuevo contexto. Por su carácter, este tipo de IA se enfoca más en obtener un alto rendimiento en una cuestión en «particular».

  2. La IA «fuerte» o «general» que consiste en la creación de un sistema que tenga la capacidad de realizar tareas de diversa índole. Esta clase de IA es inexistente en la actualidad por los retos que plantea. Sin embargo, en teoría se visualiza con la capacidad de equiparar o de superar las capacidades «cognitivas» humanas. Ejemplos de esta clase de IA se encuentran en la ciencia ficción como HAL 9000 o la Matrix. Es «general» porque no está diseñada para cumplir una tarea en específico, sino que de manera amplia tiene el objetivo de «conocer» y «aprender». Y se le denomina «fuerte» ya que su índice de adaptabilidad a nuevos contextos se perfila al menos de manera equitativa a las capacidades humanas. Por sus carácterísticas, este tipo de IA supone la construcción de una estructura «general» para la resolución de objetivos «particulares».

La IA «fuerte» se constituye como un límite, un ideal, que da dirección y norma parte del quehacer actual de quienes desarrollan la IA «débil». O viéndolo de otra manera, el campo de la IA no nace ni se entendería plenamente sin el constante optimismo de aproximarse a la ficción, donde su continuo fracaso no se percibe como un paso regresivo, sino como un aprendizaje que va hacia adelante en la consecución de dicho ideal.

Pero prefiero otra división cuando se trata del problema sobre si la IA «piensa», que más adelante intentaré indicar su pertinencia:

  1. La IA que pretende «emular» el modo de pensar humano.
  2. La IA que se concibe como la «exploración» de un tipo de pensar no-biológico y no-humano.

No obstante, ya sea una «emulación» o una «exploración», de un modo usual se tiende a hablar de «pensar» y de «conciencia» de la IA y de cómo esta «singularidad» puede tener tal importancia histórica como el surgimiento de la filosofía a partir de diversas tradiciones —principalmente asiáticas o africanas— la llegada del cristianismo a Occidente, el Renacimiento o el surgimiento del pensamiento moderno. La pregunta es: si aún no existen datos suficientes que nos permita tener una aproximación clara sobre la «emulación» o la «exploración» de nuevas formas de pensar, ¿por qué sin ningún reparo se habla de «pensar» y de «conciencia» de la IA?

Una respuesta podría ser que al no existir todavía conceptos que se adecúen a lo que se está realizando en la IA, se recurre a los términos de «pensar», «conciencia», «entendimiento» o «aprendizaje» de manera equívoca, como metáfora o analogía para que sea más fácil el entendimiento del objeto de estudio de esta disciplina. Suena convincente pero hay un problema: si se recurre a un significado figurativo debido a que no hay palabra que pueda describir a esa cosa llamada IA, ¿por qué no mejor se usan las nociones de «ejecutar», «procesar», «relacionar» o «guardar», es decir, términos un tanto más «maquinales» y menos «biológicos»?

Ojo: en gran parte de las profundidades de la teoría e ingeniería de la IA efectivamente no se usan los términos de «pensar», «conciencia», etc. Sin embargo, es extraño que coloquialmente las personas involucradas en esta disciplina se expresen de esta manera ya que, más allá de jugar con la flexibilidad de los conceptos, es también una muestra de cómo se perciben a sí mismos y a su campo de estudio. ¿Acaso no sería más entendible para el público general que la IA es una computadora muy avanzada que procesa información en lugar de hablar de algo aún más perplejo como lo es la «conciencia» y el «pensamiento»? Quizá es porque de manera efectiva la IA es o será algo más que una supercomputadora recursiva, pero tal vez es como el personal involucrado se ve a sí mismo creando algo que no es solo una «máquina».

La insistencia parece necia, «¿Qué importa si en la divulgación o entre pláticas del día a día se hable de “pensamiento”, “conciencia”, “entendimiento” o “aprendizaje”?, ¿qué más da si la IA “piensa” o no? Carece de sentido, lo esencial es que se están creando sistemas que tienen una mejor capacidad de predicción y de creación de vínculos que los humanos, incluso al punto que es tan grato como alarmante». Cuando el «pensar» y el «ser conciente» se descorporaliza —se «abstrae»— poco o nada puede alarmar la extrapolación de términos cuya base fenoménica son las funciones biológicas y que de modo directo afectan el modo en como se entiende el fenómeno del posible pensar no-biológico.

La abstracción se dio desde muy temprano en la historia de la filosofía occidental. Platón y su mundo de las ideas no solo creó una dicotomía entre el «alma» y el «cuerpo», también fundó la base para entender el proceso del pensar —y de paso del filosofar— como una labor que poco o nada se parece a otros tipos de quehacer, como puede ser la creación de una escultura o la agricultura: esas actividades que requieren el uso de la «mano». Y aunque una genealogía de los fundamentos filosóficos de la IA sería interesante, lo relevante aquí es que esta abstracción «sobre» el pensar: 1) fue un despojo de su base biológica y 2) es una concepción enraizada en nuestra tradición intelectual, por lo que no es una visión nueva ni propia de la IA, sino que yace debajo.

El vínculo entre el «pensar» y la «conciencia» con las funciones biológicas de un «cuerpo» es una condición por la que nuestra cultura ha podido hablar al respecto, donde su «inesencialidad» es más un constructo propio de una tradición que un «hecho». O en otros términos, el ser que piensa y que es consciente siempre ha sido referido a un ser vivo. Pero no solo eso, lo que hemos entendido por «pensar» está asociado de una u otra forma a una estructura orgánica cerebral desde un sentido abierto donde entran los animales humanos y no-humanos, pasando al intermedio por el cual solo los homínidos forman parte del club, hasta el completo cierre en nuestra especie: nunca ha sido referido a cualquier ser vivo.

Con esto no se niega la posiblidad de otras formas no-biológicas del pensar; más bien se hace hincapié que además del desarrollo técnico y los avances relativos al entendimiento del funcionamiento del cerebro, la teoría de la IA también se las tiene que ver con la genealogía de los conceptos de «pensar» y de «conciencia». Tampoco se quiere indicar que el estado de la investigación actual esté por un rumbo «erróneo», sino tan solo que tal vez esté incompleto.

La inquietud es, ¿cómo puede ser posible entender el mecanismo del pensar biológico y cómo será plausible la búsqueda de un tipo no-biológico del pensar, si se pierde de vista que mucho de lo que entendemos por «pensar» tiene una base cultural que ha delimitado el marco teórico que permite hablar de «emulación» o de «exploración»? En otros términos: la ruptura de una tradición implica estar al tanto de lo que engloba, un conocimiento explícito que premeditadamente se deja de lado; de lo contrario, más que ruptura es ignorancia. ¿Qué tanto la teoría de la IA ha caido en cuenta sobre los supuestos y prejuicios que los conceptos de «pensar» y de «conciencia» han estado aglutinando a través de siglos, y cómo esto afecta en la «reconstrucción» o «destrucción» de lo que entendemos por estos conceptos?

Más allá de una búsqueda de mantener al «pensar» y a la «conciencia» en sus límites biológicos, de denunciar una «violencia teórica» o de argumentar que, en efecto, la IA no piensa, quizá un recorrido en otro campo ayude a mostrar otra cara de este problema…

2. El decubrimiento, invención, encuentro, desencuentro y conquista de América

Cuando Colón arribó al Caribe ignoró que estaba tocando pie en un «nuevo» continente. Pese a las sospechas que lo fastidiarían el resto de sus días, el «descubridor» de América siempre pensó que lo que había «descubierto» era una nueva ruta a las Indias. Vaya carácter enigmático el de este fenómeno: a partir del desconocimiento paulatinamente se forjaría una idea de lo que se conocería como Nuevo Mundo y, más tarde, América.

Este proceso que parte del desconocimiento hasta la confrontación —no solo en el plano bélico sino también en el discurso— es lo que de cierta manera permite indicar que fueron los españoles —primero los aventureros y luego los conquistadores y evangelizadores— los «descubridores» de América. Contactos entre este continente y el resto ya habían existido: lo que conocemos por América no estaba del todo aislado, simplemente estaba afuera, más allá del límite de las cosmovisiones de las culturas europeas, asiáticas, africanas u oceánicas. Así como en la antigua Grecia todo aquello fuera de la influencia helénica era considerado «bárbaro», así también América no había sido incorporanda al horizonte de sentido de las culturas al otro lado del océano. Es más, América no era ni «bárbara», ya que esto implica una entrada negativa, era pura «nada» —pero «nada» para ellos, por supuesto.

La exploración, conquista, colonización y evangelización españolas serían el punto de arrastre que anexionarían este continente en el marco de la cultura occidental. Más que el europeo haya dotado de «ser» a América, le implantó un orden de las cosas en torno a algo tan desconocido y euroasiático como lo es el concepto de «ser». El verbo «dotar» no es un simple «dar» sino un «otorgar lo que se necesita», ¿cómo pues se podría dotar de «ser» a este continente si la noción de «ser» —ojo: no de «lo que es»— ni existía y durante mucho tiempo tampoco fue menester? América, más que «nada», era un «todo» desordenado: una masa amorfa para la estructura de Occidente.

«Nuevo Mundo», difícilmente será un término que vuelva a resurgir en nuestra historia debido al avance de la técnica. En el siglo XVI la capacidad de observación —entendida como una visión que no solo contempla, sino que también absorbe lo que tiene en su mirada— estaba en reciente expansión. Mientras tanto, en la actualidad esta capacidad ya ni siquiera se mide en kilómetros, sino en años luz. Es tal la dilatación de nuestra capacidad de observación que ya hemos incorporado en nuestro horizonte de sentido lugares en el universo que tal vez nunca alcanzaremos, pero que han destruido nuestro lugar privilegiado en el cosmos junto con esa idea e imposibilitando la completa paralización que supone el tocar pie en una tierra que ni se sabe dónde estaba ni qué era.

Se trata del sentido primogenio de cómo, sin anticipación alguna, uno se topa con una entidad geográfica que se suponía «no estaba ahí». No solo lo digo por el desconocimiento y asombro que tuvieron los europeos al venir a América, sino también del desasosiego y shock que los americanos —el denominativo es equívoco, pero déjenme continuar— palparon al ver y tener noticia de la existencia de esos otros lares. Aunque el término de «Nuevo Mundo» históricamente se haya aplicado a la noción occidental sobre América, bien es aplicable a la sensasión que los americanos sintieron respecto de Europa: Occidente también fue «nada». Ni América tenía que estar ahí, ni el resto de los continentes se suponían que yacían ahí. El grado de ignoracia por ambas partes fue tal, que por ello en nuestros días difícilmente y sin previo aviso una masa se aparecerá ante nuestra mirada expectante —y más si se cae en cuenta que esta aparición ex nihilo no fue una llana masa inerte, sino llena de «vida».

La aparición de «nueva vida», más específicamente de «vida semejante», es lo que empezó un proceso de digestión que no fue políticamente neutro ni del todo propio de cada uno de los individuos —americanos o españoles. ¿De qué manera traer a sí algo tan desconocido pero al mismo tiempo tan similar? ¿Cómo, pues, cada cultura iba a incorporar a su horizonte cultural una «nada» que casi de la noche a la mañana se develó como un «ser otro»? El «ensueño de la imaginación» —como gusta llamarle Romero de Solís— es el vínculo dentro de esta crisis de identidad.

Cuando algo tan «irreal» cae sin previsión en el mero centro de la «realidad» considerada consumada, es la ida a sus límites lo que facilita su digestión a prisa, con desvelo y a contrapelo. Los americanos no necesitaban de los españoles para darle cumplimiento a su realidad: la idea de la espera del regreso de Quetzalcóatl no era una opinión compartida. Ni los españoles precisaban de América para terminar de pulir su realidad: querían nuevas rutas de mercado, la Corona anhelaba la legitimación de su poder ante una Europa perspicaz con sus acciones, suponiendo ya una realidad como dada. Pero pese a esta autosuficiencia, América se convirtió en el umbral que trajo a España a su edad de oro —en sentido figurado y literal— y lo que convirtió a los españoles en entes divinizados y a la vanguardia, y a los americanos en servidumbre a desganas.

Este desenvolvimiento de los hechos no me parece que haya sido ingenuidad por parte de los americanos o suerte de los españoles. En los límites de lo real aconteció una incorporación que permitió ver cara a cara al otro a partir de la ficción y el mito. Para los españoles América fue la expresión concreta de sus novelas caballerescas. Mientras que para los americanos fue la condensación de mitos en ese modo tan suyo de presentarse: como realidad que no termina de cuajar.

Un aspecto interesante es que la digestión española no fue a través de la incorporación de personas a su mundo, sino la anexión de tierras y riquezas. En el universo discursivo de las novelas caballerescas hablaba de doncellas, destrucción heróica de enemigos, fama, gloria y riquezas. Nada distinto a los planes generales de Hernán Cortés, a su estricto cuidado en conocer toda la geografía de Mesoamérica o encomendar la exploración de Colima, específicamente en Cihuatlán —ahora parte de Jalisco— por la noticia de que había un lugar con muchas perlas y mujeres hermosas —las Amazonas. Tampoco nada opuesto a Nuño de Guzmán y la exterminación sin peso de conciencia de los americanos: su lucha épica por moldear el occidente mesoamericano para el proyecto de «Nueva Galicia» de la Corona. Ni extraña el hecho que ante el desobedimiento de sus huestes y el primer enfrentamiento con los nativos de Colima, Hernán Cortés mandara a unos de sus generales de mayor confianza, Gonzalo de Sandoval, a que inmediatamente fuese a «pacificar» estas tierras: no solo era una desestabilización política por abrir nuevos frentes cuando la victoria aún no estaba asegurada, también implicaba la lucha titánica que merecía un «buen ejemplo» del triunfo de los caballeros de la Corona; es decir, violencia al tope para exaltar al héroe a la par que demostraba su lealtad ante sus señores —y la espera de una buena fama y encomiendas. Así también puede entenderse al pobre Francisco Cortés y su anhelo por ir lo más lejos posible del nuevo horizonte español, esa frontera donde la ficción aún podía fundirse con la realidad; pese a su intento, olvidó que la puesta al límite implica una relación de poder, la cual siempre sería opacada por su pariente más sobresaliente —el mismo Hernán Cortés— hasta su trágica muerte: la aniquilación buscada por un caballero sediento de fama.

La digestión americana fue a través de cada uno de los españoles, porque de Occidente lo único que sabían era lo que les contaban. Fue el contacto de una cultura por medio de la piel, el hierro, la técnica, la mirada y esa palabra difusa del caballero —que engaña y que no ve del americano mas que un intermedio entre él y las riquezas de América. Cuando de otra cultura solo se tiene al otro para comprenderla, cualquier objeto, cualquier cháchara, cualquier conversación es deseada para poder digerir esa realidad que se tienta desmoronada. Que se vaya el oro, que se haga la fiesta, que los recursos se inviertan en cualquier partícula de aquello que no nace en esta tierra: espejos y conversaciones: sensación extraña que no termina de asentarse. En este límite la técnica fue agente para la digestión. Cuando Cortés mandaba a dar cañonazos causaba más pánico el estruendo y el hedor de la pólvora quemada que la capacidad destructiva del cañón. El caballo no se veía como un instrumento militar ni los bergantines como señales de amenaza militar. Fue la envergadura, el ruido, el olor y la textura tan novedosos para los americanos, tan más radicalmente inédito como insólito fue el panorama de estas tierras para los españoles. Esta manipulación de las sensaciones por parte de seres tan semejantes a los americanos fue lo que en su límite se captó como el deshilachamiento del mito en las hebras que componían las venas de aquellos entes. No eran totalmente dioses, pocos así lo creyeron, pero tampoco eran del todo hombres por esa técnica tan extraña a su horizonte mundano. ¿Entonces? Digestión con recelo hasta que con el tiempo los mismos españoles evidenciaran su igualdad humana y el horroroso caso de una técnica diseñada para dar muerte en lugar de cantos: armaduras, caballos, espadas, lanzas, cañones, bergantines y retórica, todo perfilado para manchar de sangre semejante porte.

Del espacio caballeresco y de la extravagante técnica del hombre se siguió la nivelación del tono. Los españoles se dieron cuenta que las riquezas de América no estaban en la espera de su cosecha, sino que implicaban el trabajo y la planificación según el modo de obtención que su horizonte ya conocía, donde la «ayuda» de los nativos era necesaria: no fue suerte, sino el trabajo intelectual y físico lo que abrió la puerta de oro a España —y la desgracia de los americanos que fueron usados o exterminados. En la sed material de los españoles y su extraña idea de la Trinidad —¿cómo los dioses habrían de creer en otro Dios?—, los americanos cayeron en cuenta de que los europeos no se distanciaban mucho de ellos: no fue ingenuidad, sino un proceso de digestión desde la encarnación del mito a su desmitificación. Entonces, aconteció un fenómeno de «humanización»: verse a sí mismo en el otro.

Un encuentro fundamental fue entre los viejos americanos y los monjes franciscanos. El fenómeno de humanización solo duró días. Entre las conversaciones se percibió un transfondo común completamente «humano» de dudas y tentativas de respuesta respecto al significado, el sentido y la raíz de cada una de estas realidades. Pero la distancia también fue garrafal. Los españoles no lograban entender la importancia y el sentido que las celebraciones tenían en Mesoamérica, incluida la práctica del sacrificio. A los americanos les costaba abstraer la idea de un Dios que consistía de tres seres —siendo uno de estos «alguien» que carecía de todo cuerpo— así como les pareció absurdo la autoridad dada a una persona que se daba como suyo unas tierras que nunca había trabajado ni visto. De este breve «encuentro» aconteció el «desencuentro»: la cruz o la guerra —que pudo haber sido la retirada a sus respectivas realidades o el sacrificio del otro.

En no «encontrarse» fue la imposibilidad de percibir en el otro un humano-humano; es decir, un hombre como se conocía en cada mundo: era de bárbaros el sacrificio; era de locos o borrachos el creer en semejante divinidad o en un tlatoani que se arropaba todo el mundo para sí. El proceso de diferenciación por parte de los españoles fue desde un sentido ético-religioso —donde todos los americanos eran humanos, pero portadores del pecado original, por lo que era preciso el tutelaje por mutuo acuerdo— cuyo principal guía fue Bartolomé de las Casas. Pero también de un modo naturalista: los indios carecían de razón natural, por lo que se justificaba la guerra en caso de no querer aceptar la cruz —por ellos y por su porvenir— siendo Juan Ginés de Sepúlveda su mayor punto de relieve. De la Junta de Valladolid se desprendió la justificación necesaria para lo que ya se estaba llevando a cabo en América.

El proceso de diferenciación entre los americanos fue desconfianza ante la palabra de los españoles, la rabia por haber dado abrigo al enemigo y el insomnio por haber cambiado los fundamentos de su mundo. Los conquistadores poco a poco mutaron en una plaga enviada por los dioses a modo de castigo: ningún ritual o sacrificio podría salvar al mundo en deterioro. Y cuando el centro de la realidad se fragmenta en mil pedazos o se convierte en níquel, lo más anhelado es su aniquilación decisiva y la reserva de un refugio. Quienes ostentaban el poder no les quedó sino tratar de enmendar sus abusos en poco tiempo y tan despojados de orgullo que causó sospecha en lugar de persuación. A esos americanos —a los autodenominados aztecas— la lucha y la muerte digna fueron sus opciones. Moctezuma, la vergüenza de América, y Cuauhtémoc, el trágico élen vital que anunció por lo alto la retirada de una era. Los bárbaros del norte se fueron con el sol cuando murió la tarde, danza afligida con Huitzilopochtli y su universo de valores guerreros. Entre los americanos dominados por ese «imperio», los españoles se percibieron como un mal menor, o al menos como esa maldad necesaria para salvaguardar lo poco que les quedaba. Las alianzas o las treguas fue lo más viable cuando en el mundo se estaba bajo la sombra de una voluntad más fuerte y violenta como fue esa tribú chichimeca que fundó Tenochtitlan.

Diferenciación en sentido ético-religioso o naturalista, o como ocaso digno o nuevo sometimiento, por desgracia no fue suficiente para el proceso de digestión de dos mundos. En esta tierra y con ese contraste de posturas solo un mundo era posible: la confrontación ocurrió. Noches tristes, quema de pueblos, suicidios colectivos y traiciones es como se traduce la parte más obvia de este proceso. Henán Cortés y su huida por la pérdida de control ocasionada por sus huestes; una revancha que marcó el hito para demostrar que Tenochtitlan no era invensible; la «pacificación» del Pánuco, de Colima o de Motines como «buen ejemplo» de la capacidad bélica española para quienes negaran la cruz; los amotinamientos americanos que en varias ocasiones estuvieron cerca de crear un punto de referencia sobre la debilidad de los españoles; unos americanos que prefirieron matarse, asesinar a sus hijos y apuñalarse el vientre para que ni ellos ni su estirpe fueran reducidos a animales de carga, como lo describió Lebrón de Quiñones; un Tzintzuntzan que de manera hábil pudo mantener una relativa paz con Cristóbal de Olid —uno de los generales de Cortés— pero cuya tregua fue tan frágil como liviana se mostró la palabra de Nuño de Guzmán cuando quemó al «rey» y al «reino» de los purépechas.

No fue la conquista de América, porque esta no existía en ninguna de estas realidades: fue el ocaso de un horizonte y el encogimiento de un mundo.

Si bien este relato es más una trama construida que la sucesión precisa de hechos históricos, lo que quiero poner de relieve es que la comprensión del «decubrimiento», «invención», «encuentro», «desencuentro» y conquista de América es tanto un conjunto de hechos como su reconstrucción para tener un conocimiento general de este momento específico de nuestra historia. Esta reestructuración tan nuestra se comprende aquí a través de estas nociones:

  1. el desconocimiento y los procesos de 2) digestión limítrofe,
  2. humanización, 4) diferenciación y, por último, de 5) confrontación. Es un factor fenoménico descrito desde una perspectiva general. Pero quizá también sea aplicable, con sus respectivas modifiacciones, para la comprensión de otro fenómeno…

3. El reino, el muro, la selva y todavía más allá

¿Qué tiene que ver una interpretación sobre ese facinante fenómeno que ocurrió a los extremos del océano Pacífico durante el siglo XVI con la IA? Los pormenores sobre el problema de una doble fundación de la Villa de Colima con el tiempo formaron un montículo de barro que ha sido base del modelo, aún fresco, de cinco nociones guías para la comprensión de un conjunto de hechos históricos. Hablaré sobre ello como alteración de su forma para su uso en el problema en torno a si la IA puede pensar.

Que los españoles a partir de las quimeras de su mundo o que lo americanos desde el carácter mítico del suyo hayan comenzado la digestión de horizontes, implica una metáfora espacial entre lo lejano y lo cercano. Si el límite es el lugar donde yace la ficción o el mito —aquello «irreal», «amorfo», «ambiguo», «no convincente», «poco consistente» y «quebradizo»—, en la medida que nos vamos acercando la tierra empieza a tener un poco más de sentido, comienza a ser más significativa para nuestra vida porque en ella apreciamos los recuerdos de lo que hemos sido, se asoma ese suspiro de ya estar cerca de nuestro hogar y nace ese deseo de al fin desnudarnos y poder descansar en esa propiedad donde nos sentimos seguros.

Lo cercano es lo mío, es lo nuestro, es ese espacio de dominio por el que día con día legitimamos su existencia como nuestra pertenencia mediante diversos quehaceres. La legitimización no es por vía jurídica o mediante el poder del Estado: el derecho y cualquier forma de estructura política crece sobre ese lugar común de convivencia. Lo que le da fundamento es el cuidado para que esta tierra —que no es inerte, sino viva: mundo— no desfallezca, su uso por ser base de nuestras actividades diarias hasta la muerte y su transformación para convertirla en un hogar, en el café y el pan después de la tormenta. Su peso es dado por nuestro trabajo, pero no solo ese trabajo-trabajo que implica el uso de la mano, el sudor hasta el óbito o la pérdida de lo que de antaño considerábamos nuestro pero que fue sacrificado para no perder el dominio. Trabajo también es ese esfuerzo de tratar de ver —entre los supuestos y los prejuicios de quienes nos heredaron el reino— su fondo, ¿cómo construir si desconocemos los cimientos, si no tenemos planos de esta cosa tan compleja que se nos fue dada y la cual llamamos mundo?

El «reino» porque eso que consideramos tan nuestro, tan propio, no es políticamente neutro. Es más, en la mayoría de los casos tampoco es justo. Uno imagina que el hogar es un espacio de tranquilidad y de comunión pero por lo general eso no es mas que un deseo. Antes de llegar a casa los músculos comienzan a relajarse; sin embargo, ya desde el umbral de la puerta empezamos a escuchar el ruido, a oler el estercolero, a sentir el lodo que mancha aquello a lo que hemos dedicado nuestro tiempo. La limpieza pasa de algo lejano que hacían nuestros padres —más bien nuestras madres— a ser un rito. De un de repente entre la barrida o la trapeada caemos en cuenta que ya somos adultos: nadie está para limpiar nuestra mierda, pocos toleran ya nuestro desorden.

¿Qué hacemos pues ahí, si no es tan placentero? ¿Acaso es miedo de huir o resignación porque lo peor es nada? No: es lo que somos. Somos espacio y somos tiempo, pero no en esa abstracción que es el espacio cartesiano o el tiempo como veinticuatro horas al día durante trecientos sesenta y cinco días al año —esa libertad de ir a donde sea y ese ir solo hacia una muerte en lugar de un mejor destino. El espacio es ese reino que todo el tiempo limpiamos, ¿cómo alejarse cuando nuestro ser no solo brota, sino que se funde entre cara vericueto de esa arquitectura?

Durante un tiempo pensamos que dicho «reino» era un proyecto ajeno que se nos dio sin preguntarnos si queríamos continuarlo, un esbozo al que nos correspondía darle un rumbo o quemarlo, un bosquejo donde solo uno, con la llave maestra de lo auténtico, tenía el poder de decidir si se cumplía o pasaba a ser abyecto. Pero nos equivocamos, el reino es la mancha de sangre que por más que intentamos quitarla ya se quedó y ahora es evidencia de lo que somos. No es externo ni una prolongación de mí, tampoco son mis actos, sino una estructura fundada por lo que hemos sido y por lo que queremos ser. El reino es el epicentro del ser, ese modo que somos y que damos por sentado y no dudamos, que nos hace confesar que pese al disgusto y el asco provocado, lo que más nos frustra es ser tiempo dedicado a un espacio en común cuya complexión nos impide ser los únicos hacedores de nuestro destino. Más que «falta de tiempo» para cumplir con lo asignado, es un quehacer sin estar al tanto de que a esas pequeñas cosas a las que les dedicamos tiempo —aunque no lo queramos y pese a que las llevemos a cabo por responsabilidad o para no fallarnos— terminan por ser parte de nosotros: cumplen su ciclo al determinarnos en lo más profundo, al marcar la pauta de lo que ahora somos.

El reino no solo carece de paz por el enorme peso de ser a cada instante, la hostilidad también viene porque solo en el sometimiento se encuentra la estabilidad buscada. Podemos negarnos ser y recluirnos o ser llevados hasta la nada. No todas las posibilidades del ser son edificantes, tal como su epicentro espera. Paso a paso se puede ir o se nos arroja a los márgenes del reino para ser nada. Es decir, ser momento, desaparición o muerte, y ser olvido, recuerdo o espectro para quienes nos ven alejarnos. Ese espacio donde el ser pasa a ser efímero es la nada: lo que yace inmediatamente afuera del reino, esos campos donde se cultivan los frutos que ha de comer el reino, eso tan menospreciado pero al mismo tiempo tan necesario para que el ser sea mármol que no sucumbe a nada.

¿Cómo puede el reino edificarse si no busca más allá de sí lo que puede tomar con la mano? ¿Qué no es acaso por la nada —ese ser paupérrimo— que el ser se funda como ser «real», «con forma», «convincente», «consistente» y «sólido»? La nada, más que una oposición al ser, es el ser degradado desde la mirada del ser edificado. Como la nada también es, es esa tierra erosionada que a cada instante avanza, es arena que se mete entre los dedos de los pies y de ahí a nuestra casa: es parte de esa suciedad que a cada instante nos demuestra que el mundo como un espacio «limpio» es la necedad de ser fundado.

¿Qué hacer cuando la nada también avanza y esto se percibe como amenaza? No hay mejor defensa que un muro. El reino hace un último esfuerzo de demostrar su poder fundante al construir, alrededor de lo que considera su espacio vital, una pared cuyo acceso es controlado. La división entre el ser efímero y el ser edificado es una decisión política que afecta la arquitectura del espacio de convicencia. Es una resolución que no necesita consentimiento porque es el epicentro quien la implementa por la fuerza. Y eso nuevo que constriñe al reino y que en un primer momento es molesto y despreciable, poco a poco pasa a ser aceptado y alabado. La política autoritaria poco importa cuando el tiempo borra su violencia y legitima la nueva configuración que ha creado. El muro impide un mayor crecimiento del reino, por lo que su ser se derrama a sus afueras: entre más bárbaros, más civilizado es el reino. Y entre quienes de manera arbitraria les tocó quedarse encerrado entre los muros, desde sus puertas o por lo alto de las paredes contemplan un panorama desolador que solo el muro evita su choque con el reino. La nada de ser efímera pasa a ser eso otro radicalmente distinto del ser entre muros, de lo que desde adentro se dice que es el ser, sin coletilla, porque ya no hay más ser allá de ese muro.

¿Qué tal si el reino no tuviera muros? ¿Que pasaría si el dominio no estuviese limitado por la nada? ¿Cómo sería si la nada no existiera? El reino que nos fue entregado ya tenía incluido un muro. Pero el ser y la nada es política ontológica de este mundo. Ente porque nos hace ser lo que somos en un polis que define el modo de desenvolvimiento tanto dentro como afuera del muro. Esto significa que en otro mundo esto no fue necesariamente así: en otro horizonte ni la nada ni el ser eran; es decir, el reino no fue sinónimo de ser fundado.

Lo que se considera «verdadero» en este reino fue la vara de medida por la cual «nelli» fue traducida del náhuatl como «verdad». Pensar que nelli es una particula que quiere decir la «verdad» es intentar imponer las reglas de este reino sobre otro mundo cuyo orden no se regía por el ser ni por la nada. El mundo era, pero no tenía ni necesitaba de ser. Lo que es en ese mundo su epicentro era una base más fugaz: era raíz. El mármol yace sobre la tierra y se queda ahí erosionándose por milenios o hasta que alguien más viene y lo destruye. Mientras tanto, de las semillas brotan las plantas desde la tierra cuyas raíces se dispersan por el suelo, luego maduran y después mueren para ser abono y comenzar de nuevo con el ciclo. Todo esto pasa mientras el mármol sigue ahí, a la expectativa de ser material fundante. En un mundo donde no hay ser ni nada, no hay muro que separe al reino de sus márgenes inmediatos: lo que es enraizado convive con lo que no tiene raíz. Juntos permanecen en ese espacio en común, que sin ser del todo pacífico, no hay autoridad que marque una pauta porque ni siquiera existe un marco de referencia donde estos elementos estén en dicotomía, sino que más bien los dos extremos que al fundirse crean un mundo en sonoridad florida. Así que el muro, más que dado, fue constituido y ha sido mantenido por nosotros y nuestros antecesores.

Más allá del espacio común de convivencia —ahora diferenciado por un muro entre el reino: el ser edificado, y la nada: el ser efímero— está la selva: aquello que es pero sin que el reino pueda instaurarlo como ser o como nada, ese ser que sin ser edificado tampoco es efímero, sino que alimenta, entretiene y sugiere nuevas políticas para el reino: el ser ficticio.

4. El motín por la inteligencia artificial


Desconocimiento Digestión a través del límite de lo real (mito y ficción) Humanización Diferenciación Confrontación

=> Aculturación

Poner guiones: —

Más que el europeo haya dotado de «ser» a América, le implantó un orden de las cosas en torno a algo tan desconocido y euroasiático como lo es el concepto de «ser».

un conjunto de hechos como su reconstrucción para tener un conocimiento general de este momento específico de nuestra historia

La puesta al límite tiene una relación de poder.

Pero prefiero otra división cuando se trata del problema sobre si la IA «piensa», que a lo largo de este texto intentaré indicar su pertinencia: EMULACIÓN o EXPLORACIÓN.