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*La fundación de Colima* | Tesis
*La fundación de Colima: lugar de encuentro y desencuentro de la historiografía regional* | Material suplementario
*Colima y Tuxpan: una historia compartida, una historia en el olvido* | Material suplementario
*¿Puede pensar la inteligencia artificial?* | Material suplementario
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# ¿Puede pensar la inteligencia artificial?
> *Sumario*. 1. La inteligencia artificial y el problema del pensar. 2. El
> decubrimiento, invención, encuentro, desencuentro y conquista de América.
> 3. El reino, el muro, la selva y todavía más allá. 4. El motín por
> la inteligencia artificial.
## 1. La inteligencia artificial y el problema del pensar
Dentro de la teoría de la IA se da por sentado la división del campo de estudio
en dos grandes ramas:
1. La IA «débil» o «estrecha» que consiste en diseñar un sistema para que
resuelva una tarea específica. Como ejemplo tenemos la IA que puede jugar
ajedrez o go, o que es capaz de manejar un automóvil o mantener una
conversación con una persona. Se le llama «estrecha» porque más allá de esa
tarea específica, que quizá puede realizarla mejor que una persona,
no puede hacer nada más. Incluso cuando dentro de esa misma tarea aparece
una variable que no había sido completada, este sistema tiende a fallar;
p. ej. la modificación del tablero de ajedrez o de go a una forma hexagonal.
En este sentido es «débil» ya que su adaptabilidad puede requerir de una
modificación de su código fuente por un tercero, a diferencia de las
personas, que en mayor o menor medida por sí mismos pueden llevar a cabo la
misma función tomando en cuenta el nuevo contexto. Por su carácter, este
tipo de IA se enfoca más en obtener un alto rendimiento en una cuestión
en «particular».
2. La IA «fuerte» o «general» que consiste en la creación de un sistema que
tenga la capacidad de realizar tareas de diversa índole. Esta clase de
IA es inexistente en la actualidad por los retos que plantea. Sin embargo,
en teoría se visualiza con la capacidad de equiparar o de superar las
capacidades «cognitivas» humanas. Ejemplos de esta clase de IA se encuentran
en la ciencia ficción como HAL 9000 o la Matrix. Es «general» porque no está
diseñada para cumplir una tarea en específico, sino que de manera amplia
tiene el objetivo de «conocer» y «aprender». Y se le denomina «fuerte» ya
que su índice de adaptabilidad a nuevos contextos se perfila al menos de
manera equitativa a las capacidades humanas. Por sus carácterísticas, este
tipo de IA supone la construcción de una estructura «general» para la
resolución de objetivos «particulares».
La IA «fuerte» se constituye como un límite, un ideal, que da dirección y norma
parte del quehacer actual de quienes desarrollan la IA «débil». O viéndolo de
otra manera, el campo de la IA no nace ni se entendería plenamente sin el
constante optimismo de aproximarse a la ficción, donde su continuo fracaso no
se percibe como un paso regresivo, sino como un aprendizaje que va
*hacia adelante* en la consecución de dicho ideal.
Pero prefiero otra división cuando se trata del problema sobre si la IA
«piensa», que más adelante intentaré indicar su pertinencia:
1. La IA que pretende «emular» el modo de pensar humano.
2. La IA que se concibe como la «exploración» de un tipo de pensar no-biológico
y no-humano.
No obstante, ya sea una «emulación» o una «exploración», de un modo usual se
tiende a hablar de «pensar» y de «conciencia» de la IA y de cómo esta
«singularidad» puede tener tal importancia histórica como el surgimiento de
la filosofía a partir de diversas tradiciones —principalmente asiáticas o
africanas— la llegada del cristianismo a Occidente, el Renacimiento o el
surgimiento del pensamiento moderno. La pregunta es: si aún no existen datos
suficientes que nos permita tener una aproximación clara sobre la «emulación»
o la «exploración» de nuevas formas de pensar, ¿por qué sin ningún reparo se
habla de «pensar» y de «conciencia» de la IA?
Una respuesta podría ser que al no existir todavía conceptos que se adecúen a
lo que se está realizando en la IA, se recurre a los términos de «pensar»,
«conciencia», «entendimiento» o «aprendizaje» de manera equívoca, como metáfora
o analogía para que sea más fácil el entendimiento del objeto de estudio de
esta disciplina. Suena convincente pero hay un problema: si se recurre a un
significado figurativo debido a que no hay palabra que pueda describir a esa
cosa llamada IA, ¿por qué no mejor se usan las nociones de «ejecutar»,
«procesar», «relacionar» o «guardar», es decir, términos un tanto más
«maquinales» y menos «biológicos»?
Ojo: en gran parte de las profundidades de la teoría e ingeniería de la IA
efectivamente no se usan los términos de «pensar», «conciencia», etc. Sin
embargo, es extraño que coloquialmente las personas involucradas en esta
disciplina se expresen de esta manera ya que, más allá de jugar con la
flexibilidad de los conceptos, es también una muestra de cómo se perciben a sí
mismos y a su campo de estudio. ¿Acaso no sería más entendible para el público
general que la IA es una computadora muy avanzada que procesa información en
lugar de hablar de algo aún más perplejo como lo es la «conciencia» y el
«pensamiento»? Quizá es porque de manera efectiva la IA es o será algo más que
una supercomputadora recursiva, pero tal vez es como el personal involucrado
*se ve a sí mismo creando algo que no es solo una «máquina»*.
La insistencia parece necia, «¿Qué importa si en la divulgación o entre pláticas
del día a día se hable de “pensamiento”, “conciencia”, “entendimiento” o
“aprendizaje”?, ¿qué más da si la IA “piensa” o no? Carece de sentido, lo
*esencial* es que se están creando sistemas que tienen una mejor capacidad de
predicción y de creación de vínculos que los humanos, incluso al punto que
es tan grato como alarmante». Cuando el «pensar» y el «ser conciente» se
descorporaliza —se «abstrae»— poco o nada puede alarmar la extrapolación de
términos cuya base fenoménica son las funciones biológicas y que de modo
directo afectan el modo en como se entiende el fenómeno del posible pensar
no-biológico.
La abstracción se dio desde muy temprano en la historia de la filosofía
occidental. Platón y su mundo de las ideas no solo creó una dicotomía entre
el «alma» y el «cuerpo», también fundó la base para entender el proceso del
pensar —y de paso del filosofar— como una labor que poco o nada se parece a
otros tipos de quehacer, como puede ser la creación de una escultura o la
agricultura: esas actividades que requieren el uso de la «mano». Y aunque
una genealogía de los fundamentos filosóficos de la IA sería interesante, lo
relevante aquí es que esta abstracción «sobre» el pensar: 1) fue un despojo de
su base biológica y 2) es una concepción enraizada en nuestra tradición
intelectual, por lo que no es una visión nueva ni propia de la IA, sino que
yace debajo.
El vínculo entre el «pensar» y la «conciencia» con las funciones biológicas de
un «cuerpo» es una condición por la que nuestra cultura ha podido hablar al
respecto, donde su «inesencialidad» es más un constructo propio de una
tradición que un «hecho». O en otros términos, el ser que piensa y que es
consciente siempre ha sido referido a un ser vivo. Pero no solo eso, lo que
hemos entendido por «pensar» está asociado de una u otra forma a una estructura
orgánica cerebral desde un sentido abierto donde entran los animales humanos y
no-humanos, pasando al intermedio por el cual solo los homínidos forman parte
del club, hasta el completo cierre en nuestra especie: nunca ha sido referido
a cualquier ser vivo.
Con esto no se niega la posiblidad de otras formas no-biológicas del pensar;
más bien se hace hincapié que además del desarrollo técnico y los avances
relativos al entendimiento del funcionamiento del cerebro, la teoría de la IA
también se las tiene que ver con la genealogía de los conceptos de «pensar» y
de «conciencia». Tampoco se quiere indicar que el estado de la investigación
actual esté por un rumbo «erróneo», sino tan solo que tal vez esté incompleto.
La inquietud es, ¿cómo puede ser posible entender el mecanismo del pensar
biológico y cómo será plausible la búsqueda de un tipo no-biológico del pensar,
si se pierde de vista que mucho de lo que entendemos por «pensar» tiene una base
cultural que ha delimitado el marco teórico que permite hablar de «emulación»
o de «exploración»? En otros términos: la ruptura de una tradición implica
*estar al tanto* de lo que engloba, un conocimiento explícito que
premeditadamente se deja de lado; de lo contrario, más que ruptura es
ignorancia. ¿Qué tanto la teoría de la IA *ha caido en cuenta* sobre los
supuestos y prejuicios que los conceptos de «pensar» y de «conciencia» han
estado aglutinando a través de siglos, y cómo esto afecta en la «reconstrucción»
o «destrucción» de lo que entendemos por estos conceptos?
Más allá de una búsqueda de mantener al «pensar» y a la «conciencia» en sus
límites biológicos, de denunciar una «violencia teórica» o de argumentar que,
en efecto, la IA no piensa, quizá un recorrido en otro campo ayude a mostrar
otra cara de este problema…
## 2. El decubrimiento, invención, encuentro, desencuentro y conquista de América
Cuando Colón arribó al Caribe ignoró que estaba tocando pie en un «nuevo»
continente. Pese a las sospechas que lo fastidiarían el resto de sus días,
el «descubridor» de América siempre pensó que lo que había «descubierto» era
una nueva ruta a las Indias. Vaya carácter enigmático el de este fenómeno:
a partir del desconocimiento paulatinamente se forjaría una idea de lo
que se conocería como Nuevo Mundo y, más tarde, América.
Este proceso que parte del desconocimiento hasta la confrontación —no solo en
el plano bélico sino también en el discurso— es lo que de cierta manera
permite indicar que fueron los españoles —primero los aventureros y luego los
conquistadores y evangelizadores— los «descubridores» de América. Contactos
entre este continente y el resto ya habían existido: lo que conocemos por
América no estaba del todo aislado, simplemente estaba afuera, más allá del
límite de las cosmovisiones de las culturas europeas, asiáticas, africanas u
oceánicas. Así como en la antigua Grecia todo aquello fuera de la influencia
helénica era considerado «bárbaro», así también América no había sido
incorporanda al horizonte de sentido de las culturas al otro lado del océano.
Es más, América no era ni «bárbara», ya que esto implica una entrada negativa,
era pura «nada» —pero «nada» para ellos, por supuesto.
La exploración, conquista, colonización y evangelización españolas serían
el punto de arrastre que anexionarían este continente en el marco de la
cultura occidental. Más que el europeo haya dotado de «ser» a América, le
implantó un orden de las cosas en torno a algo tan desconocido y euroasiático
como lo es el concepto de «ser». El verbo «dotar» no es un simple «dar» sino
un «otorgar lo que se necesita», ¿cómo pues se podría dotar de «ser» a
este continente si la noción de «ser» —ojo: no de «lo que es»— ni existía y
durante mucho tiempo tampoco fue menester? América, más que «nada», era un
«todo» desordenado: una masa amorfa para la estructura de Occidente.
«Nuevo Mundo», difícilmente será un término que vuelva a resurgir en nuestra
historia debido al avance de la técnica. En el siglo XVI la capacidad de
observación —entendida como una visión que no solo contempla, sino que también
absorbe lo que tiene en su mirada— estaba en reciente expansión. Mientras tanto,
en la actualidad esta capacidad ya ni siquiera se mide en kilómetros, sino en
años luz. Es tal la dilatación de nuestra capacidad de observación que ya hemos
incorporado en nuestro horizonte de sentido lugares en el universo que tal vez
nunca alcanzaremos, pero que han destruido nuestro lugar privilegiado en el
cosmos junto con esa idea e imposibilitando la completa paralización que supone
el tocar pie en una tierra que ni se sabe dónde estaba ni qué era.
Se trata del sentido primogenio de cómo, sin anticipación alguna, uno se topa
con una entidad geográfica que se suponía «no estaba ahí». No solo lo digo
por el desconocimiento y asombro que tuvieron los europeos al venir a América,
sino también del desasosiego y shock que los americanos —el denominativo es
equívoco, pero déjenme continuar— palparon al ver y tener noticia de la
existencia de esos otros lares. Aunque el término de «Nuevo Mundo»
históricamente se haya aplicado a la noción occidental sobre América, bien es
aplicable a la sensasión que los americanos sintieron respecto de Europa:
Occidente también fue «nada». Ni América tenía que estar ahí, ni el resto de
los continentes se suponían que yacían ahí. El grado de ignoracia por ambas
partes fue tal, que por ello en nuestros días difícilmente y sin previo aviso
una masa se aparecerá ante nuestra mirada expectante —y más si se cae en cuenta
que esta aparición *ex nihilo* no fue una llana masa inerte, sino llena
de «vida».
La aparición de «nueva vida», más específicamente de «vida semejante», es lo
que empezó un proceso de digestión que no fue políticamente neutro ni del
todo propio de cada uno de los individuos —americanos o españoles. ¿De qué
manera traer a sí algo tan desconocido pero al mismo tiempo tan similar? ¿Cómo,
pues, cada cultura iba a incorporar a su horizonte cultural una «nada» que casi
de la noche a la mañana se develó como un «ser otro»? El «ensueño de la
imaginación» —como gusta llamarle Romero de Solís— es el vínculo dentro de
esta crisis de identidad.
Cuando algo tan «irreal» cae sin previsión en el mero centro de la «realidad»
considerada consumada, es la ida a sus límites lo que facilita su digestión a
prisa, con desvelo y a contrapelo. Los americanos no necesitaban de los
españoles para darle cumplimiento a su realidad: la idea de la espera del
regreso de Quetzalcóatl no era una opinión compartida. Ni los españoles
precisaban de América para terminar de pulir su realidad: querían nuevas rutas
de mercado, la Corona anhelaba la legitimación de su poder ante una Europa
perspicaz con sus acciones, suponiendo ya una realidad como dada. Pero pese a
esta autosuficiencia, América se convirtió en el umbral que trajo a España a su
edad de oro —en sentido figurado y literal— y lo que convirtió a los españoles
en entes divinizados y a la vanguardia, y a los americanos en servidumbre
a desganas.
Este desenvolvimiento de los hechos no me parece que haya sido ingenuidad por
parte de los americanos o suerte de los españoles. En los límites de lo real
aconteció una incorporación que permitió ver cara a cara al otro a partir de
la ficción y el mito. Para los españoles América fue la expresión concreta
de sus novelas caballerescas. Mientras que para los americanos fue la
condensación de mitos en ese modo tan suyo de presentarse: como realidad que
no termina de cuajar.
Un aspecto interesante es que la digestión española no fue a través de la
incorporación de personas a su mundo, sino la anexión de tierras y riquezas.
En el universo discursivo de las novelas caballerescas hablaba de doncellas,
destrucción heróica de enemigos, fama, gloria y riquezas. Nada distinto a
los planes generales de Hernán Cortés, a su estricto cuidado en conocer toda
la geografía de Mesoamérica o encomendar la exploración de Colima,
específicamente en Cihuatlán —ahora parte de Jalisco— por la noticia de que
había un lugar con muchas perlas y mujeres hermosas —las Amazonas. Tampoco
nada opuesto a Nuño de Guzmán y la exterminación sin peso de conciencia de
los americanos: su lucha épica por moldear el occidente mesoamericano para
el proyecto de «Nueva Galicia» de la Corona. Ni extraña el hecho que ante el
desobedimiento de sus huestes y el primer enfrentamiento con los nativos de
Colima, Hernán Cortés mandara a unos de sus generales de mayor confianza,
Gonzalo de Sandoval, a que inmediatamente fuese a «pacificar» estas tierras:
no solo era una desestabilización política por abrir nuevos frentes cuando la
victoria aún no estaba asegurada, también implicaba la lucha titánica que
merecía un «buen ejemplo» del triunfo de los caballeros de la Corona; es decir,
violencia al tope para exaltar al héroe a la par que demostraba su lealtad ante
sus señores —y la espera de una buena fama y encomiendas. Así también puede
entenderse al pobre Francisco Cortés y su anhelo por ir lo más lejos posible del
nuevo horizonte español, esa frontera donde la ficción aún podía fundirse con la
realidad; pese a su intento, olvidó que la puesta al límite implica una relación
de poder, la cual siempre sería opacada por su pariente más sobresaliente —el
mismo Hernán Cortés— hasta su trágica muerte: la aniquilación buscada por un
caballero sediento de fama.
La digestión americana fue a través de cada uno de los españoles, porque de
Occidente lo único que sabían era lo que les contaban. Fue el contacto de
una cultura por medio de la piel, el hierro, la técnica, la mirada y esa palabra
difusa del caballero —que engaña y que no ve del americano mas que un intermedio
entre él y las riquezas de América. Cuando de otra cultura solo se tiene al otro
para comprenderla, cualquier objeto, cualquier cháchara, cualquier conversación
es deseada para poder digerir esa realidad que se tienta desmoronada. Que se
vaya el oro, que se haga la fiesta, que los recursos se inviertan en cualquier
partícula de aquello que no nace en esta tierra: espejos y conversaciones:
sensación extraña que no termina de asentarse. En este límite la técnica fue
agente para la digestión. Cuando Cortés mandaba a dar cañonazos causaba
más pánico el estruendo y el hedor de la pólvora quemada que la capacidad
destructiva del cañón. El caballo no se veía como un instrumento militar ni
los bergantines como señales de amenaza militar. Fue la envergadura, el ruido,
el olor y la textura tan novedosos para los americanos, tan más radicalmente
inédito como insólito fue el panorama de estas tierras para los españoles.
Esta manipulación de las sensaciones por parte de seres tan semejantes a los
americanos fue lo que en su límite se captó como el deshilachamiento del mito
en las hebras que componían las venas de aquellos entes. No eran totalmente
dioses, pocos así lo creyeron, pero tampoco eran del todo hombres por esa
técnica tan extraña a su horizonte mundano. ¿Entonces? Digestión con recelo
hasta que con el tiempo los mismos españoles evidenciaran su igualdad humana
y el horroroso caso de una técnica diseñada para dar muerte en lugar de cantos:
armaduras, caballos, espadas, lanzas, cañones, bergantines y retórica, todo
perfilado para manchar de sangre semejante porte.
Del espacio caballeresco y de la extravagante técnica del hombre se siguió la
nivelación del tono. Los españoles se dieron cuenta que las riquezas de América
no estaban en la espera de su cosecha, sino que implicaban el trabajo y la
planificación según el modo de obtención que su horizonte ya conocía, donde
la «ayuda» de los nativos era necesaria: no fue suerte, sino el trabajo
intelectual y físico lo que abrió la puerta de oro a España —y la desgracia de
los americanos que fueron usados o exterminados. En la sed material de los
españoles y su extraña idea de la Trinidad —¿cómo los dioses habrían de *creer*
en otro Dios?—, los americanos cayeron en cuenta de que los europeos no se
distanciaban mucho de ellos: no fue ingenuidad, sino un proceso de digestión
desde la encarnación del mito a su desmitificación. Entonces, aconteció un
fenómeno de «humanización»: verse a sí mismo en el otro.
Un encuentro fundamental fue entre los viejos americanos y los monjes
franciscanos. El fenómeno de humanización solo duró días. Entre las
conversaciones se percibió un transfondo común completamente «humano» de
dudas y tentativas de respuesta respecto al significado, el sentido y la raíz
de cada una de estas realidades. Pero la distancia también fue garrafal. Los
españoles no lograban entender la importancia y el sentido que las celebraciones
tenían en Mesoamérica, incluida la práctica del sacrificio. A los americanos
les costaba abstraer la idea de un Dios que consistía de tres seres —siendo
uno de estos «alguien» que carecía de todo cuerpo— así como les pareció absurdo
la autoridad dada a una persona que se daba como suyo unas tierras que
nunca había trabajado ni visto. De este breve «encuentro» aconteció el
«desencuentro»: la cruz o la guerra —que pudo haber sido la retirada a sus
respectivas realidades o el sacrificio del otro.
En no «encontrarse» fue la imposibilidad de percibir en el otro un
humano-humano; es decir, un hombre como se conocía en cada mundo: era de
bárbaros el sacrificio; era de locos o borrachos el creer en semejante
divinidad o en un tlatoani que se arropaba todo el mundo para sí. El proceso
de diferenciación por parte de los españoles fue desde un sentido
ético-religioso —donde todos los americanos eran humanos, pero portadores del
pecado original, por lo que era preciso el tutelaje por mutuo acuerdo— cuyo
principal guía fue Bartolomé de las Casas. Pero también de un modo naturalista:
los indios carecían de razón natural, por lo que se justificaba la guerra en
caso de no querer aceptar la cruz —por ellos y por su porvenir— siendo Juan
Ginés de Sepúlveda su mayor punto de relieve. De la Junta de Valladolid se
desprendió la justificación necesaria para lo que ya se estaba llevando a
cabo en América.
El proceso de diferenciación entre los americanos fue desconfianza ante la
palabra de los españoles, la rabia por haber dado abrigo al enemigo y el
insomnio por haber cambiado los fundamentos de su mundo. Los conquistadores
poco a poco mutaron en una plaga enviada por los dioses a modo de castigo:
ningún ritual o sacrificio podría salvar al mundo en deterioro. Y cuando el
centro de la realidad se fragmenta en mil pedazos o se convierte en níquel,
lo más anhelado es su aniquilación decisiva y la reserva de un refugio.
Quienes ostentaban el poder no les quedó sino tratar de enmendar sus abusos
en poco tiempo y tan despojados de orgullo que causó sospecha en lugar de
persuación. A esos americanos —a los autodenominados aztecas— la lucha y la
muerte digna fueron sus opciones. Moctezuma, la vergüenza de América, y
Cuauhtémoc, el trágico *élen vital* que anunció por lo alto la retirada de una
era. Los bárbaros del norte se fueron con el sol cuando murió la tarde, danza
afligida con Huitzilopochtli y su universo de valores guerreros. Entre los
americanos dominados por ese «imperio», los españoles se percibieron como un
mal menor, o al menos como esa maldad necesaria para salvaguardar lo poco que
les quedaba. Las alianzas o las treguas fue lo más viable cuando en el mundo
se estaba bajo la sombra de una voluntad más fuerte y violenta como fue esa
tribú chichimeca que fundó Tenochtitlan.
Diferenciación en sentido ético-religioso o naturalista, o como ocaso digno
o nuevo sometimiento, por desgracia no fue suficiente para el proceso de
digestión de dos mundos. En esta tierra y con ese contraste de posturas
solo un mundo era posible: la confrontación ocurrió. Noches tristes, quema
de pueblos, suicidios colectivos y traiciones es como se traduce la parte más
obvia de este proceso. Henán Cortés y su huida por la pérdida de control
ocasionada por sus huestes; una revancha que marcó el hito para demostrar que
Tenochtitlan no era invensible; la «pacificación» del Pánuco, de Colima o de
Motines como «buen ejemplo» de la capacidad bélica española para quienes
negaran la cruz; los amotinamientos americanos que en varias ocasiones
estuvieron cerca de crear un punto de referencia sobre la debilidad de los
españoles; unos americanos que prefirieron matarse, asesinar a sus hijos y
apuñalarse el vientre para que ni ellos ni su estirpe fueran reducidos a
animales de carga, como lo describió Lebrón de Quiñones; un Tzintzuntzan que
de manera hábil pudo mantener una relativa paz con Cristóbal de Olid —uno de
los generales de Cortés— pero cuya tregua fue tan frágil como liviana se mostró
la palabra de Nuño de Guzmán cuando quemó al «rey» y al «reino» de
los purépechas.
No fue la conquista de América, porque esta no existía en ninguna de estas
realidades: fue el ocaso de un horizonte y el encogimiento de un mundo.
Si bien este relato es más una trama construida que la sucesión precisa de
hechos históricos, lo que quiero poner de relieve es que la comprensión del
«decubrimiento», «invención», «encuentro», «desencuentro» y conquista de
América es tanto un conjunto de hechos como su reconstrucción para tener
un conocimiento general de este momento específico de nuestra historia.
Esta reestructuración tan nuestra se comprende aquí a través de estas nociones:
1) el desconocimiento y los procesos de 2) digestión limítrofe,
3) humanización, 4) diferenciación y, por último, de 5) confrontación. Es un
factor fenoménico descrito desde una perspectiva general. Pero quizá también
sea aplicable, con sus respectivas modifiacciones, para la comprensión de
otro fenómeno…
## 3. El reino, el muro, la selva y todavía más allá
¿Qué tiene que ver una interpretación sobre ese facinante fenómeno que
ocurrió a los extremos del océano Pacífico durante el siglo XVI con la IA?
Los pormenores sobre el problema de una doble fundación de la Villa de Colima
con el tiempo formaron un montículo de barro que ha sido base del modelo,
aún fresco, de cinco nociones guías para la comprensión de un conjunto de
hechos históricos. Hablaré sobre ello como alteración de su forma para su uso
en el problema en torno a si la IA puede pensar.
Que los españoles a partir de las quimeras de su mundo o que lo americanos
desde el carácter mítico del suyo hayan comenzado la digestión de
horizontes, implica una metáfora espacial entre lo lejano y lo cercano.
Si el límite es el lugar donde yace la ficción o el mito —aquello «irreal»,
«amorfo», «ambiguo», «no convincente», «poco consistente» y «quebradizo»—, en
la medida que nos vamos acercando la tierra empieza a tener un poco más de
sentido, comienza a ser más significativa para nuestra vida porque en ella
apreciamos los recuerdos de lo que hemos sido, se asoma ese suspiro de ya estar
cerca de nuestro hogar y nace ese deseo de al fin desnudarnos y poder
descansar en esa *propiedad* donde nos sentimos seguros.
Lo cercano es lo mío, es lo nuestro, es ese espacio de dominio por el que
día con día legitimamos su existencia como nuestra pertenencia mediante diversos
quehaceres. La legitimización no es por vía jurídica o mediante el poder del
Estado: el derecho y cualquier forma de estructura política crece sobre ese
lugar común de convivencia. Lo que le da fundamento es el cuidado para que esta
tierra —que no es inerte, sino viva: mundo— no desfallezca, su uso por ser base
de nuestras actividades diarias hasta la muerte y su transformación para
convertirla en un hogar, en el café y el pan después de la tormenta. Su peso es
dado por nuestro trabajo, pero no solo ese trabajo-trabajo que implica el uso
de la mano, el sudor hasta el óbito o la pérdida de lo que de antaño
considerábamos nuestro pero que fue sacrificado para no perder el dominio.
Trabajo también es ese esfuerzo de tratar de ver —entre los supuestos y los
prejuicios de quienes nos heredaron el reino— su fondo, ¿cómo construir si
desconocemos los cimientos, si no tenemos planos de esta cosa tan compleja que
se nos fue dada y la cual llamamos mundo?
El «reino» porque eso que consideramos tan nuestro, tan propio, no es
políticamente neutro. Es más, en la mayoría de los casos tampoco es justo. Uno
imagina que el hogar es un espacio de tranquilidad y de comunión pero por lo
general eso no es mas que un deseo. Antes de llegar a casa los músculos
comienzan a relajarse; sin embargo, ya desde el umbral de la puerta empezamos
a escuchar el ruido, a oler el estercolero, a sentir el lodo que mancha
aquello a lo que hemos dedicado nuestro tiempo. La limpieza pasa de algo
lejano que hacían nuestros padres —más bien nuestras madres— a ser un rito.
De un de repente entre la barrida o la trapeada caemos en cuenta que ya somos
adultos: nadie está para limpiar nuestra mierda, pocos toleran ya nuestro
desorden.
¿Qué hacemos pues ahí, si no es tan placentero? ¿Acaso es miedo de huir o
resignación porque lo peor es nada? No: es lo que somos. Somos espacio y
somos tiempo, pero no en esa abstracción que es el espacio cartesiano o el
tiempo como veinticuatro horas al día durante trecientos sesenta y cinco días
al año —esa libertad de ir a donde sea y ese ir solo hacia una muerte en lugar
de un mejor destino. El espacio es ese reino que todo el tiempo limpiamos,
¿cómo alejarse cuando nuestro ser no solo brota, sino que se funde entre
cara vericueto de esa arquitectura?
Durante un tiempo pensamos que dicho «reino» era un proyecto ajeno que se nos
dio sin preguntarnos si queríamos continuarlo, un esbozo al que nos correspondía
darle un rumbo o quemarlo, un bosquejo donde solo uno, con la llave maestra
de lo auténtico, tenía el poder de decidir si se cumplía o pasaba a ser abyecto.
Pero nos equivocamos, el reino es la mancha de sangre que por más que
intentamos quitarla ya se quedó y ahora es evidencia de lo que somos. No es
externo ni una prolongación de mí, tampoco son mis actos, sino una estructura
fundada por lo que hemos sido y por lo que queremos ser. El reino es el
epicentro del ser, ese modo que somos y que damos por sentado y no dudamos,
que nos hace confesar que pese al disgusto y el asco provocado, lo que más nos
frustra es ser tiempo dedicado a un espacio en común cuya complexión nos impide
ser los únicos hacedores de nuestro destino. Más que «falta de tiempo» para
cumplir con lo asignado, es un quehacer sin estar al tanto de que a esas
pequeñas cosas a las que les dedicamos tiempo —aunque no lo queramos y pese a
que las llevemos a cabo por responsabilidad o para no fallarnos— terminan por
ser parte de nosotros: cumplen su ciclo al determinarnos en lo más profundo,
al marcar la pauta de lo que ahora somos.
El reino no solo carece de paz por el enorme peso de ser a cada instante, la
hostilidad también viene porque solo en el sometimiento se encuentra la
estabilidad buscada. Podemos negarnos ser y recluirnos o ser llevados hasta la
nada. No todas las posibilidades del ser son edificantes, tal como su epicentro
espera. Paso a paso se puede ir o se nos arroja a los márgenes del reino para
*ser nada*. Es decir, ser momento, desaparición o muerte, y ser olvido,
recuerdo o espectro para quienes nos ven alejarnos. Ese espacio donde el ser
pasa a ser efímero es la nada: lo que yace inmediatamente afuera del reino,
esos campos donde se cultivan los frutos que ha de comer el reino, eso tan
menospreciado pero al mismo tiempo tan necesario para que el ser sea mármol
que no sucumbe a nada.
¿Cómo puede el reino edificarse si no busca más allá de sí lo que puede tomar
con la mano? ¿Qué no es acaso por la nada —ese ser paupérrimo— que el ser se
funda como ser «real», «con forma», «convincente», «consistente» y «sólido»?
La nada, más que una oposición al ser, es el ser degradado desde la mirada del
ser edificado. Como la nada también es, es esa tierra erosionada que a cada
instante avanza, es arena que se mete entre los dedos de los pies y de ahí
a nuestra casa: es parte de esa suciedad que a cada instante nos demuestra
que el mundo como un espacio «limpio» es la necedad de ser fundado.
¿Qué hacer cuando la nada también avanza y esto se percibe como amenaza? No
hay mejor defensa que un muro. El reino hace un último esfuerzo de demostrar
su poder fundante al construir, alrededor de lo que considera su espacio vital,
una pared cuyo acceso es controlado. La división entre el ser efímero y el
ser edificado es una decisión política que afecta la arquitectura del espacio
de convicencia. Es una resolución que no necesita consentimiento porque es el
epicentro quien la implementa por la fuerza. Y eso nuevo que constriñe al reino
y que en un primer momento es molesto y despreciable, poco a poco pasa a ser
aceptado y alabado. La política autoritaria poco importa cuando el tiempo
borra su violencia y legitima la nueva configuración que ha creado. El muro
impide un mayor crecimiento del reino, por lo que su ser se derrama a sus
afueras: entre más bárbaros, más civilizado es el reino. Y entre quienes de
manera arbitraria les tocó quedarse encerrado entre los muros, desde sus puertas
o por lo alto de las paredes contemplan un panorama desolador que solo el muro
evita su choque con el reino. La nada de ser efímera pasa a ser eso otro
radicalmente distinto del ser entre muros, de lo que desde adentro se dice que
es el ser, sin coletilla, porque ya no hay más ser allá de ese muro.
¿Qué tal si el reino no tuviera muros? ¿Que pasaría si el dominio no estuviese
limitado por la nada? ¿Cómo sería si la nada no existiera? El reino que nos
fue entregado ya tenía incluido un muro. Pero el ser y la nada es política
ontológica de este mundo. Ente porque nos hace ser lo que somos en un *polis*
que define el modo de desenvolvimiento tanto dentro como afuera del muro.
Esto significa que en otro mundo esto no fue necesariamente así: en otro
horizonte ni la nada ni el ser eran; es decir, el reino no fue sinónimo de
ser fundado.
Lo que se considera «verdadero» en este reino fue la vara de medida por la
cual «*nelli*» fue traducida del náhuatl como «verdad». Pensar que *nelli*
es una particula que quiere decir la «verdad» es intentar imponer las reglas
de este reino sobre otro mundo cuyo orden no se regía por el ser ni por la nada.
El mundo era, pero no tenía ni necesitaba de ser. *Lo que es* en ese mundo
su epicentro era una base más fugaz: era raíz. El mármol yace *sobre* la tierra
y se queda ahí erosionándose por milenios o hasta que alguien más viene y lo
destruye. Mientras tanto, de las semillas brotan las plantas *desde* la tierra
cuyas raíces se dispersan por el suelo, luego maduran y después mueren para
ser abono y comenzar de nuevo con el ciclo. Todo esto pasa mientras el mármol
sigue ahí, a la expectativa de ser material fundante. En un mundo donde no hay
ser ni nada, no hay muro que separe al reino de sus márgenes inmediatos: lo
que es enraizado convive con lo que no tiene raíz. Juntos permanecen en ese
espacio en común, que sin ser del todo pacífico, no hay autoridad que marque
una pauta porque ni siquiera existe un marco de referencia donde estos
elementos estén en dicotomía, sino que más bien los dos extremos que al
fundirse crean un mundo en sonoridad florida. Así que el muro, más que dado,
fue constituido y ha sido mantenido por nosotros y nuestros antecesores.
Más allá del espacio común de convivencia —ahora diferenciado por un muro
entre el reino: el ser edificado, y la nada: el ser efímero— está
la selva: aquello que es pero sin que el reino pueda instaurarlo como ser o
como nada, ese ser que sin ser edificado tampoco es efímero, sino que alimenta,
entretiene y sugiere nuevas políticas para el reino: el ser ficticio.
## 4. El motín por la inteligencia artificial
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Desconocimiento
Digestión a través del límite de lo real (mito y ficción)
Humanización
Diferenciación
Confrontación
=> Aculturación
**Poner guiones: —**
Más que el europeo haya dotado de «ser» a América, le
**implantó un orden de las cosas** en torno a algo tan desconocido y euroasiático
como lo es el concepto de «ser».
un conjunto de hechos como **su reconstrucción** para tener un conocimiento
general de este momento específico de nuestra historia
La puesta al límite tiene una **relación de poder**.
Pero prefiero otra división cuando se trata del problema sobre si la IA
«piensa», que a lo largo de este texto intentaré indicar su pertinencia:
**EMULACIÓN o EXPLORACIÓN**.