LA MUERTE
DEL AUTOR
Roland Barthes (Francia,1915-1980)
Balzac, en su novela Sarrasine, hablando de un castrado
disfrazado de mujer, escribe lo siguiente: “Era
la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos
irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias
sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de
sentimientos”. ¿Quién está hablando así? ¿El héroe
de la novela, interesado en ignorar al castrado que se
esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que
la experiencia personal ha provisto de una filosofía
sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión
de ciertas ideas “literarias” sobre la feminidad? ¿La
sabiduría universal? ¿La psicología romántica?
Jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón
de que la escritura es la destrucción de toda voz, de
todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto,
oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el
blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda
identidad, comenzando por la propia identidad del
cuerpo que escribe.
Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un
hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos
y no con la finalidad de actuar directamente
sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función
que el propio ejercicio del símbolo, se produce
esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor
entra en su propia muerte, comienza la escritura.
No obstante, el sentimiento sobre este fenómeno
ha sido variable; en las sociedades etnográficas,
el relato jamás ha estado a cargo de una persona,
sino de un mediador, chamán o recitador,
del que se puede, en rigor, admirar la “performance”
(es decir, el dominio del código narrativo),
pero nunca el “genio”. El autor es un personaje
moderno, producido indudablemente por nuestra
sociedad, en la medida que esta, al salir de la
Edad Media y gracias al empirismo inglés, el
racionalismo francés y la fe personal de la
Reforma, descubre el prestigio del individuo o
dicho de manera más noble, de la “persona
humana”. Es lógico, por lo tanto, que en materia
de la literatura sea el positivismo, resumen y
resultado de la ideología capitalista, el que haya
concedido la máxima importancia a la “persona”
del autor. Aún impera el autor en los manuales de
historia literaria, las bibliografías de escritores,
las entrevistas en revistas, y hasta en la conciencia
misma de los literatos, que tienen buen cuidado
de reunir su persona con su obra gracias a
su diario íntimo; la imagen de la literatura que es
posible encontrar en la cultura común tiene su
centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su
historia, sus gustos, sus pasiones; la crítica aún
consiste, la mayoría de las veces, en decir que la
obra de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire
como hombre; la de Van Gogh, su locura; la de
Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se
busca siempre en el que la ha producido, como si,
a través de la alegoría más o menos transparente
de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la
voz de una sola y misma persona, el autor, la que
estaría entregando sus “confidencias”.
Aunque todavía sea muy poderoso el imperio del
Autor (la nueva crítica lo único que ha hecho es consolidarlo),
es obvio que algunos escritores hace ya
algún tiempo que se han sentido tentados por su
derrumbamiento. En Francia ha sido, sin duda,
Mallarmé el primero en ver y prever en toda su
amplitud la necesidad de sustituir por el propio lenguaje
al que hasta entonces se suponía que era su
propietario; para él, igual que para nosotros, es el
lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste
en alcanzar, a través de una previa impersonalidad
–que no se debería confundir en ningún momento
con la objetividad castradora del novelista realista–
ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa “performa”,
1 y no “yo”: toda la poética de Mallarmé consiste
en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo
cual, como se verá, es devolver su sitio al lector).
Valéry, completamente enmarañado en una psicología
del Yo, edulcoró mucho la teoría de Mallarmé,
pero al remitir, por amor al clasicismo, a las lecciones
de la retórica, no dejó de someter al Autor a la
duda y la irrisión, acentuó la naturaleza lingüística y
como “azarosa” de su actividad, y reivindicó a lo
largo de sus libros en prosa la condición esencialmente
verbal de la literatura, frente a la cual cualquier
recurso a la interioridad del escritor le parecía
pura superstición. El mismo Proust, a pesar del
carácter aparentemente psicológico de lo que se
suele llamar su análisis, se impuso de modo claro
como tarea el emborronar inexorablemente, gracias
a una extremada sutilización, la relación entre el
escritor y sus personales: al convertir al narrador no
en el que ha visto y sentido, ni siquiera en el que está
escribiendo, sino en el que va a escribir (el joven de
la novela –pero, por cierto, ¿qué edad tiene y quién
es ese joven?– quiere escribir, pero no puede, y la
novela acaba cuando por fin se hace posible la escritura),
Proust ha hecho entrega de su epopeya a la
escritura moderna: realizando una inversión radical,
en lugar de introducir su vida en su novela, como tan
a menudo se ha dicho, hizo de su propia vida una
obra cuyo modelo fue su propio libro, de tal modo
que nos resultara evidente que no es Charlus el que
imita a Montesquieu, sino que Montesquieu, en su
realidad anecdótica, histórica, no es sino un fragmento
secundario, derivado, de Charlus. Por último,
el Surrealismo, ya que seguimos con la prehistoria de
la modernidad, indudablemente, no podía atribuir al
lenguaje una posición soberana, en la medida que el
lenguaje es un sistema, y que lo que este movimiento
postulaba, románticamente, era una subversión
directa de los códigos –ilusoria, por otra parte, ya
que un código no puede ser destruido, tan sólo es
posible “burlarlo”–; pero al recomendar de modo
incesante que se frustraran bruscamente lo sentidos
esperados (el famoso “sobresalto” surrealista), al
confiar a la mano la tarea de escribir lo más aprisa
posible lo que la mente misma ignoraba (eso era la
famosa escritura automática), al aceptar el principio
y la experiencia de una escritura colectiva, el
Surrealismo contribuyó a desacralizar la imagen del
Autor. Por último fuera de la literatura en sí (a decir
verdad, estas distinciones están quedándose caducas),
la lingüística acaba de proporcionar a la destrucción
del Autor un instrumento analítico precioso,
al mostrar que la enunciación en su totalidad es
un proceso vacío que funciona a la perfección sin
que sea necesario rellenarlo con las personas de sus
interlocutores: lingüísticamente, el autor nunca es
nada más que el que escribe, del mismo modo que
yo no es otra cosa sino el que dice yo: el lenguaje
conoce un “sujeto”, no una “persona”, y ese sujeto,
vacío excepto en la propia enunciación, que es la que
lo define, es suficiente para conseguir que el lenguaje
se “mantenga en pie”, o sea, para llegar a agotarlo
por completo.
El alejamiento del Autor (se podría hablar, siguiendo
a Brecht, de un auténtico “distanciamiento”, en el
que el Autor se empequeñece como una estatuilla al
fondo de la escena literaria) no es tan sólo un hecho
histórico o un acto de escritura: transforma de cabo
a rabo el texto moderno (o –lo que viene a ser lo
mismo– que el autor se ausenta de él a todos los
niveles). Para empezar, el tiempo ya no es el mismo.
Cuando se cree en el Autor, este se concibe siempre
como el pasado de su propio libro: el libro y el autor
se sitúan por sí solos en una misma línea, distribuida
en un antes y un después: se supone que el Autor es
el que nutre al libro, o sea, que existe antes que él,
que piensa, sufre y vive para él; mantiene con su obra
la misma relación de antecedente que un padre respecto
a su hijo. Por el contrario, el escritor moderno
nace a la vez que su texto; no está provisto en absoluto
de un ser que preceda o exceda su escritura, no
es en absoluto el sujeto cuyo predicado sería el libro;
no existe otro tiempo que el de la enunciación, y todo
texto está escrito eternamente aquí y ahora. Es que
(o se sigue que) escribir ya no puede seguir designando
una operación de registro, de constatación, de
representación, de “pintura” (como decían los
Clásicos), sino que más bien es lo que los lingüistas,
siguiendo la filosofía oxfordiana, llaman un performativo,
forma verbal extraña (que se da exclusivamente
en primera persona y presente) en la que la
enunciación no tiene más contenido (más enunciado)
que el acto por el cual ella misma se profiere: algo así
como el Yo declaro de los reyes o el Yo canto de los
más antiguos poetas; el moderno, después de enterrar
al Autor, no puede ya creer, según la patética
visión de sus predecesores, que su mano es demasiado
lenta para su pensamiento o su pasión, y que, en
consecuencia, convirtiendo la necesidad en ley, debe
acentuar ese retraso y “trabajar” indefinidamente la
forma; para él, por el contrario, la mano, alejada de
toda voz, arrastrada por un mero gesto de inscripción
(y no de expresión), traza un campo de origen, o que,
al menos, no tiene más origen que el mismo lenguaje,
es decir, exactamente eso que no cesa de poner en
duda todos los orígenes.
Hoy en día sabemos que un texto no está constituido
por una fila de palabras, de las que se desprende
un único sentido, teológico, en cierto modo (pues
sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio
de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y
se contrastan diversas escrituras, ninguna de las
cuales es la original: el texto es un tejido de citas
provenientes de los mil focos de la cultura. Semejante
a Bouvard y Pécuchet, eternos copistas,
sublimes y cómicos a la vez, cuya profunda ridiculez
designa precisamente la verdad de la escritura, el
escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior,
nunca original; el único poder que tiene es el de
mezclar las escrituras, llevar la contraria a unas con
otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en
una de ellas; aunque quiera expresarse, al menos
debería saber que la “cosa” interior que tiene la
intención de “traducir” no es en sí misma más que
un diccionario ya compuesto, en el que las palabras
no pueden explicarse sino a través de otras palabras,
y así indefinidamente: aventura que le sucedió de
manera ejemplar a Thomas de Quincey cuando
joven, que iba tan bien en griego que para traducir a
esa lengua ideas e imágenes absolutamente modernas,
según nos cuenta Baudelaire, “había creado
para sí mismo un diccionario siempre a punto y de
muy distinta complejidad y extensión del que resulta
de la vulgar paciencia de los temas puramente
literarios” (Los paraísos artificiales); como sucesor
del Autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores,
sentimientos, impresiones, sino ese inmenso diccionario
del que extrae una escritura que no puede
pararse jamás: la vida nunca hace otra cosa que imitar
al libro, y ese libro mismo no es más que un tejido
de signos, una imitación perdida, que retrocede
infinitamente.
Una vez alejado del Autor, se vuelve inútil la pretensión
de “descifrar” un texto. Darle a un texto un
Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado
último, cerrar la escritura. Esta concepción le
viene muy bien a la crítica, que entonces pretende
dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor
(o a sus hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique,
la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el
texto se “explica”, el crítico ha alcanzado la victoria;
así pues, no hay nada asombroso en el hecho de que,
históricamente, el imperio del Autor haya sido también
el del Crítico, ni tampoco el hecho de que la crítica
(por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez
que el Autor. En la escritura múltiple, efectivamente,
todo está por desenredar pero nada por descifrar;
puede seguirse la estructura, se la puede reseguir
(como un punto de media que se corre) en todos sus
nudos y todos sus niveles, pero no hay un fondo; el
espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede
atravesarse; la escritura instaura sentido sin cesar,
pero siempre acaba por evaporarlo: precede a una
exención sistemática del sentido. Por eso mismo, la
literatura (sería mejor decir la escritura, de ahora en
adelante), al rehusar la asignación al texto (y al
mundo como texto) de un “secreto”, es decir, un sentido
último, se entrega a una actividad que se podría
llamar contrateología, revolucionaria en sentido propio,
pues rehusar la detención del sentido, es, en
definitiva, rechazar a Dios y a sus hipóstasis, la
razón, la ciencia, la ley.
Volvamos a la frase de Balzac. Nadie (es decir, ninguna
“persona”) la está diciendo: su fuente, su voz,
no es el auténtico lugar de la escritura, sino la lectura.
Otro ejemplo, muy preciso, puede ayudar a comprenderlo:
recientes investigaciones (J. P. Vernant)
han sacado a la luz la naturaleza constitutivamente
ambigua de la tragedia griega; en esta, el texto está
tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo
comprende de manera unilateral (precisamente
este perpetuo malentendido constituye lo “trágico”);
no obstante, existe alguien que entiende cada
una de las palabras por su duplicidad, y además
entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes
que están hablando ante él: ese alguien es,
precisamente, el lector (en este caso el oyente). De
esta manera se desvela el sentido total de la escritura:
un texto está formado por escrituras múltiples,
procedentes de varias culturas y que, unas con otras,
establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento;
pero existe un lugar en el que se recoge toda
esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como
hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el
espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda
ni una, todas las citas que constituyen una escritura;
la unidad del texto no está en su origen, sino en su
destino, pero este destino ya no puede seguir siendo
personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía,
sin psicología; él es tan sólo ese alguien que
mantiene reunidas en un mismo campo todas las
huellas que constituyen el escrito. Y esta es la razón
por la cual nos resulta risible oír cómo se condena la
nueva escritura en nombre de un humanismo que se
erige, hipócritamente, en campeón de los derechos
del lector. La crítica clásica no se ha ocupado del lector;
para ella no hay en la literatura otro hombre que
el que la escribe. Hoy en día estamos empezando a no
caer en la trampa de esa especie de antífrasis gracias
a la que la buena sociedad recrimina soberbiamente
a favor de lo que precisamente ella misma está apartando,
ignorando, sofocando o destruyendo; sabemos
que para devolverle su porvenir a la escritura hay que
darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se
paga con la muerte del Autor.
Manteia, 1968
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1_ Es un anglicismo. Lo conservo como tal, entrecomillado, ya
que parece aludir a la “performance” de la gramática chomskyana,
que suele traducirse por “actuación”. [N. del T.]
Traducción: C. Fernández Medrano