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*La fundación de Colima* | Tesis
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*La fundación de Colima: lugar de encuentro y desencuentro de la historiografía regional* | Material suplementario
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*Colima y Tuxpan: una historia compartida, una historia en el olvido* | Material suplementario
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*¿Puede pensar la inteligencia artificial?* | Material suplementario
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## Advertencia
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# ¿Puede pensar la inteligencia artificial?
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> *Sumario*. 1. La inteligencia artificial y el problema del pensar. 2. El
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> decubrimiento, invención, encuentro, desencuentro y conquista de América.
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> 3. El reino, el muro, la selva y todavía más allá. 4. El motín por
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> la inteligencia artificial.
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## 1. La inteligencia artificial y el problema del pensar
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Dentro de la teoría de la IA se da por sentado la división del campo de estudio
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en dos grandes ramas:
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1. La IA «débil» o «estrecha» que consiste en diseñar un sistema para que
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resuelva una tarea específica. Como ejemplo tenemos la IA que puede jugar
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ajedrez o go, o que es capaz de manejar un automóvil o mantener una
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conversación con una persona. Se le llama «estrecha» porque más allá de esa
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tarea específica, que quizá puede realizarla mejor que una persona,
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no puede hacer nada más. Incluso cuando dentro de esa misma tarea aparece
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una variable que no había sido completada, este sistema tiende a fallar;
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p. ej. la modificación del tablero de ajedrez o de go a una forma hexagonal.
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En este sentido es «débil» ya que su adaptabilidad puede requerir de una
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modificación de su código fuente por un tercero, a diferencia de las
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personas, que en mayor o menor medida por sí mismos pueden llevar a cabo la
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misma función tomando en cuenta el nuevo contexto. Por su carácter, este
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tipo de IA se enfoca más en obtener un alto rendimiento en una cuestión
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en «particular».
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2. La IA «fuerte» o «general» que consiste en la creación de un sistema que
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tenga la capacidad de realizar tareas de diversa índole. Esta clase de
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IA es inexistente en la actualidad por los retos que plantea. Sin embargo,
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en teoría se visualiza con la capacidad de equiparar o de superar las
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capacidades «cognitivas» humanas. Ejemplos de esta clase de IA se encuentran
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en la ciencia ficción como HAL 9000 o la Matrix. Es «general» porque no está
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diseñada para cumplir una tarea en específico, sino que de manera amplia
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tiene el objetivo de «conocer» y «aprender». Y se le denomina «fuerte» ya
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que su índice de adaptabilidad a nuevos contextos se perfila al menos de
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manera equitativa a las capacidades humanas. Por sus carácterísticas, este
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tipo de IA supone la construcción de una estructura «general» para la
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resolución de objetivos «particulares».
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La IA «fuerte» se constituye como un límite, un ideal, que da dirección y norma
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parte del quehacer actual de quienes desarrollan la IA «débil». O viéndolo de
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otra manera, el campo de la IA no nace ni se entendería plenamente sin el
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constante optimismo de aproximarse a la ficción, donde su continuo fracaso no
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se percibe como un paso regresivo, sino como un aprendizaje que va
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*hacia adelante* en la consecución de dicho ideal.
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Pero prefiero otra división cuando se trata del problema sobre si la IA
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«piensa», que más adelante intentaré indicar su pertinencia:
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1. La IA que pretende «emular» el modo de pensar humano.
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2. La IA que se concibe como la «exploración» de un tipo de pensar no-biológico
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y no-humano.
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No obstante, ya sea una «emulación» o una «exploración», de un modo usual se
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tiende a hablar de «pensar» y de «conciencia» de la IA y de cómo esta
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«singularidad» puede tener tal importancia histórica como el surgimiento de
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la filosofía a partir de diversas tradiciones —principalmente asiáticas o
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africanas— la llegada del cristianismo a Occidente, el Renacimiento o el
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surgimiento del pensamiento moderno. La pregunta es: si aún no existen datos
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suficientes que nos permita tener una aproximación clara sobre la «emulación»
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o la «exploración» de nuevas formas de pensar, ¿por qué sin ningún reparo se
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habla de «pensar» y de «conciencia» de la IA?
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Una respuesta podría ser que al no existir todavía conceptos que se adecúen a
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lo que se está realizando en la IA, se recurre a los términos de «pensar»,
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«conciencia», «entendimiento» o «aprendizaje» de manera equívoca, como metáfora
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o analogía para que sea más fácil el entendimiento del objeto de estudio de
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esta disciplina. Suena convincente pero hay un problema: si se recurre a un
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significado figurativo debido a que no hay palabra que pueda describir a esa
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cosa llamada IA, ¿por qué no mejor se usan las nociones de «ejecutar»,
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«procesar», «relacionar» o «guardar», es decir, términos un tanto más
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«maquinales» y menos «biológicos»?
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Ojo: en gran parte de las profundidades de la teoría e ingeniería de la IA
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efectivamente no se usan los términos de «pensar», «conciencia», etc. Sin
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embargo, es extraño que coloquialmente las personas involucradas en esta
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disciplina se expresen de esta manera ya que, más allá de jugar con la
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flexibilidad de los conceptos, es también una muestra de cómo se perciben a sí
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mismos y a su campo de estudio. ¿Acaso no sería más entendible para el público
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general que la IA es una computadora muy avanzada que procesa información en
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lugar de hablar de algo aún más perplejo como lo es la «conciencia» y el
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«pensamiento»? Quizá es porque de manera efectiva la IA es o será algo más que
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una supercomputadora recursiva, pero tal vez es como el personal involucrado
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*se ve a sí mismo creando algo que no es solo una «máquina»*.
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La insistencia parece necia, «¿Qué importa si en la divulgación o entre pláticas
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del día a día se hable de “pensamiento”, “conciencia”, “entendimiento” o
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“aprendizaje”?, ¿qué más da si la IA “piensa” o no? Carece de sentido, lo
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*esencial* es que se están creando sistemas que tienen una mejor capacidad de
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predicción y de creación de vínculos que los humanos, incluso al punto que
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es tan grato como alarmante». Cuando el «pensar» y el «ser conciente» se
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descorporaliza —se «abstrae»— poco o nada puede alarmar la extrapolación de
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términos cuya base fenoménica son las funciones biológicas y que de modo
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directo afectan el modo en como se entiende el fenómeno del posible pensar
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no-biológico.
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La abstracción se dio desde muy temprano en la historia de la filosofía
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occidental. Platón y su mundo de las ideas no solo creó una dicotomía entre
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el «alma» y el «cuerpo», también fundó la base para entender el proceso del
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pensar —y de paso del filosofar— como una labor que poco o nada se parece a
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otros tipos de quehacer, como puede ser la creación de una escultura o la
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agricultura: esas actividades que requieren el uso de la «mano». Y aunque
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una genealogía de los fundamentos filosóficos de la IA sería interesante, lo
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relevante aquí es que esta abstracción «sobre» el pensar: 1) fue un despojo de
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su base biológica y 2) es una concepción enraizada en nuestra tradición
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intelectual, por lo que no es una visión nueva ni propia de la IA, sino que
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yace debajo.
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El vínculo entre el «pensar» y la «conciencia» con las funciones biológicas de
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un «cuerpo» es una condición por la que nuestra cultura ha podido hablar al
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respecto, donde su «inesencialidad» es más un constructo propio de una
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tradición que un «hecho». O en otros términos, el ser que piensa y que es
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consciente siempre ha sido referido a un ser vivo. Pero no solo eso, lo que
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hemos entendido por «pensar» está asociado de una u otra forma a una estructura
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orgánica cerebral desde un sentido abierto donde entran los animales humanos y
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no-humanos, pasando al intermedio por el cual solo los homínidos forman parte
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del club, hasta el completo cierre en nuestra especie: nunca ha sido referido
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a cualquier ser vivo.
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Con esto no se niega la posiblidad de otras formas no-biológicas del pensar;
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más bien se hace hincapié que además del desarrollo técnico y los avances
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relativos al entendimiento del funcionamiento del cerebro, la teoría de la IA
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también se las tiene que ver con la genealogía de los conceptos de «pensar» y
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de «conciencia». Tampoco se quiere indicar que el estado de la investigación
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actual esté por un rumbo «erróneo», sino tan solo que tal vez esté incompleto.
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La inquietud es, ¿cómo puede ser posible entender el mecanismo del pensar
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biológico y cómo será plausible la búsqueda de un tipo no-biológico del pensar,
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si se pierde de vista que mucho de lo que entendemos por «pensar» tiene una base
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cultural que ha delimitado el marco teórico que permite hablar de «emulación»
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o de «exploración»? En otros términos: la ruptura de una tradición implica
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*estar al tanto* de lo que engloba, un conocimiento explícito que
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premeditadamente se deja de lado; de lo contrario, más que ruptura es
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ignorancia. ¿Qué tanto la teoría de la IA *ha caido en cuenta* sobre los
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supuestos y prejuicios que los conceptos de «pensar» y de «conciencia» han
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estado aglutinando a través de siglos, y cómo esto afecta en la «reconstrucción»
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o «destrucción» de lo que entendemos por estos conceptos?
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Más allá de una búsqueda de mantener al «pensar» y a la «conciencia» en sus
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límites biológicos, de denunciar una «violencia teórica» o de argumentar que,
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en efecto, la IA no piensa, quizá un recorrido en otro campo ayude a mostrar
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otra cara de este problema…
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## 2. El decubrimiento, invención, encuentro, desencuentro y conquista de América
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Cuando Colón arribó al Caribe ignoró que estaba tocando pie en un «nuevo»
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continente. Pese a las sospechas que lo fastidiarían el resto de sus días,
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el «descubridor» de América siempre pensó que lo que había «descubierto» era
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una nueva ruta a las Indias. Vaya carácter enigmático el de este fenómeno:
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a partir del desconocimiento paulatinamente se forjaría una idea de lo
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que se conocería como Nuevo Mundo y, más tarde, América.
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Este proceso que parte del desconocimiento hasta la confrontación —no solo en
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el plano bélico sino también en el discurso— es lo que de cierta manera
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permite indicar que fueron los españoles —primero los aventureros y luego los
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conquistadores y evangelizadores— los «descubridores» de América. Contactos
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entre este continente y el resto ya habían existido: lo que conocemos por
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América no estaba del todo aislado, simplemente estaba afuera, más allá del
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límite de las cosmovisiones de las culturas europeas, asiáticas, africanas u
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oceánicas. Así como en la antigua Grecia todo aquello fuera de la influencia
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helénica era considerado «bárbaro», así también América no había sido
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incorporanda al horizonte de sentido de las culturas al otro lado del océano.
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Es más, América no era ni «bárbara», ya que esto implica una entrada negativa,
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era pura «nada» —pero «nada» para ellos, por supuesto.
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La exploración, conquista, colonización y evangelización españolas serían
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el punto de arrastre que anexionarían este continente en el marco de la
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cultura occidental. Más que el europeo haya dotado de «ser» a América, le
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implantó un orden de las cosas en torno a algo tan desconocido y euroasiático
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como lo es el concepto de «ser». El verbo «dotar» no es un simple «dar» sino
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un «otorgar lo que se necesita», ¿cómo pues se podría dotar de «ser» a
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este continente si la noción de «ser» —ojo: no de «lo que es»— ni existía y
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durante mucho tiempo tampoco fue menester? América, más que «nada», era un
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«todo» desordenado: una masa amorfa para la estructura de Occidente.
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«Nuevo Mundo», difícilmente será un término que vuelva a resurgir en nuestra
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historia debido al avance de la técnica. En el siglo XVI la capacidad de
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observación —entendida como una visión que no solo contempla, sino que también
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absorbe lo que tiene en su mirada— estaba en reciente expansión. Mientras tanto,
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en la actualidad esta capacidad ya ni siquiera se mide en kilómetros, sino en
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años luz. Es tal la dilatación de nuestra capacidad de observación que ya hemos
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incorporado en nuestro horizonte de sentido lugares en el universo que tal vez
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nunca alcanzaremos, pero que han destruido nuestro lugar privilegiado en el
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cosmos junto con esa idea e imposibilitando la completa paralización que supone
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el tocar pie en una tierra que ni se sabe dónde estaba ni qué era.
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Se trata del sentido primogenio de cómo, sin anticipación alguna, uno se topa
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con una entidad geográfica que se suponía «no estaba ahí». No solo lo digo
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por el desconocimiento y asombro que tuvieron los europeos al venir a América,
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sino también del desasosiego y shock que los americanos —el denominativo es
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equívoco, pero déjenme continuar— palparon al ver y tener noticia de la
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existencia de esos otros lares. Aunque el término de «Nuevo Mundo»
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históricamente se haya aplicado a la noción occidental sobre América, bien es
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aplicable a la sensasión que los americanos sintieron respecto de Europa:
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Occidente también fue «nada». Ni América tenía que estar ahí, ni el resto de
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los continentes se suponían que yacían ahí. El grado de ignoracia por ambas
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partes fue tal, que por ello en nuestros días difícilmente y sin previo aviso
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una masa se aparecerá ante nuestra mirada expectante —y más si se cae en cuenta
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que esta aparición *ex nihilo* no fue una llana masa inerte, sino llena
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de «vida».
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La aparición de «nueva vida», más específicamente de «vida semejante», es lo
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que empezó un proceso de digestión que no fue políticamente neutro ni del
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todo propio de cada uno de los individuos —americanos o españoles. ¿De qué
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manera traer a sí algo tan desconocido pero al mismo tiempo tan similar? ¿Cómo,
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pues, cada cultura iba a incorporar a su horizonte cultural una «nada» que casi
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de la noche a la mañana se develó como un «ser otro»? El «ensueño de la
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imaginación» —como gusta llamarle Romero de Solís— es el vínculo dentro de
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esta crisis de identidad.
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Cuando algo tan «irreal» cae sin previsión en el mero centro de la «realidad»
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considerada consumada, es la ida a sus límites lo que facilita su digestión a
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prisa, con desvelo y a contrapelo. Los americanos no necesitaban de los
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españoles para darle cumplimiento a su realidad: la idea de la espera del
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regreso de Quetzalcóatl no era una opinión compartida. Ni los españoles
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precisaban de América para terminar de pulir su realidad: querían nuevas rutas
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de mercado, la Corona anhelaba la legitimación de su poder ante una Europa
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perspicaz con sus acciones, suponiendo ya una realidad como dada. Pero pese a
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esta autosuficiencia, América se convirtió en el umbral que trajo a España a su
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edad de oro —en sentido figurado y literal— y lo que convirtió a los españoles
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en entes divinizados y a la vanguardia, y a los americanos en servidumbre
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a desganas.
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Este desenvolvimiento de los hechos no me parece que haya sido ingenuidad por
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parte de los americanos o suerte de los españoles. En los límites de lo real
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aconteció una incorporación que permitió ver cara a cara al otro a partir de
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la ficción y el mito. Para los españoles América fue la expresión concreta
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de sus novelas caballerescas. Mientras que para los americanos fue la
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condensación de mitos en ese modo tan suyo de presentarse: como realidad que
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no termina de cuajar.
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Un aspecto interesante es que la digestión española no fue a través de la
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incorporación de personas a su mundo, sino la anexión de tierras y riquezas.
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En el universo discursivo de las novelas caballerescas hablaba de doncellas,
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destrucción heróica de enemigos, fama, gloria y riquezas. Nada distinto a
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los planes generales de Hernán Cortés, a su estricto cuidado en conocer toda
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la geografía de Mesoamérica o encomendar la exploración de Colima,
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específicamente en Cihuatlán —ahora parte de Jalisco— por la noticia de que
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había un lugar con muchas perlas y mujeres hermosas —las Amazonas. Tampoco
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nada opuesto a Nuño de Guzmán y la exterminación sin peso de conciencia de
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los americanos: su lucha épica por moldear el occidente mesoamericano para
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el proyecto de «Nueva Galicia» de la Corona. Ni extraña el hecho que ante el
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desobedimiento de sus huestes y el primer enfrentamiento con los nativos de
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Colima, Hernán Cortés mandara a unos de sus generales de mayor confianza,
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Gonzalo de Sandoval, a que inmediatamente fuese a «pacificar» estas tierras:
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no solo era una desestabilización política por abrir nuevos frentes cuando la
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victoria aún no estaba asegurada, también implicaba la lucha titánica que
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merecía un «buen ejemplo» del triunfo de los caballeros de la Corona; es decir,
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violencia al tope para exaltar al héroe a la par que demostraba su lealtad ante
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sus señores —y la espera de una buena fama y encomiendas. Así también puede
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entenderse al pobre Francisco Cortés y su anhelo por ir lo más lejos posible del
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nuevo horizonte español, esa frontera donde la ficción aún podía fundirse con la
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realidad; pese a su intento, olvidó que la puesta al límite implica una relación
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de poder, la cual siempre sería opacada por su pariente más sobresaliente —el
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mismo Hernán Cortés— hasta su trágica muerte: la aniquilación buscada por un
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caballero sediento de fama.
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La digestión americana fue a través de cada uno de los españoles, porque de
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Occidente lo único que sabían era lo que les contaban. Fue el contacto de
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una cultura por medio de la piel, el hierro, la técnica, la mirada y esa palabra
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difusa del caballero —que engaña y que no ve del americano mas que un intermedio
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entre él y las riquezas de América. Cuando de otra cultura solo se tiene al otro
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para comprenderla, cualquier objeto, cualquier cháchara, cualquier conversación
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es deseada para poder digerir esa realidad que se tienta desmoronada. Que se
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vaya el oro, que se haga la fiesta, que los recursos se inviertan en cualquier
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partícula de aquello que no nace en esta tierra: espejos y conversaciones:
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sensación extraña que no termina de asentarse. En este límite la técnica fue
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agente para la digestión. Cuando Cortés mandaba a dar cañonazos causaba
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más pánico el estruendo y el hedor de la pólvora quemada que la capacidad
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destructiva del cañón. El caballo no se veía como un instrumento militar ni
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los bergantines como señales de amenaza militar. Fue la envergadura, el ruido,
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el olor y la textura tan novedosos para los americanos, tan más radicalmente
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inédito como insólito fue el panorama de estas tierras para los españoles.
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Esta manipulación de las sensaciones por parte de seres tan semejantes a los
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americanos fue lo que en su límite se captó como el deshilachamiento del mito
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en las hebras que componían las venas de aquellos entes. No eran totalmente
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dioses, pocos así lo creyeron, pero tampoco eran del todo hombres por esa
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técnica tan extraña a su horizonte mundano. ¿Entonces? Digestión con recelo
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hasta que con el tiempo los mismos españoles evidenciaran su igualdad humana
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y el horroroso caso de una técnica diseñada para dar muerte en lugar de cantos:
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armaduras, caballos, espadas, lanzas, cañones, bergantines y retórica, todo
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perfilado para manchar de sangre semejante porte.
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||||
Del espacio caballeresco y de la extravagante técnica del hombre se siguió la
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nivelación del tono. Los españoles se dieron cuenta que las riquezas de América
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no estaban en la espera de su cosecha, sino que implicaban el trabajo y la
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||||
planificación según el modo de obtención que su horizonte ya conocía, donde
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||||
la «ayuda» de los nativos era necesaria: no fue suerte, sino el trabajo
|
||||
intelectual y físico lo que abrió la puerta de oro a España —y la desgracia de
|
||||
los americanos que fueron usados o exterminados. En la sed material de los
|
||||
españoles y su extraña idea de la Trinidad —¿cómo los dioses habrían de *creer*
|
||||
en otro Dios?—, los americanos cayeron en cuenta de que los europeos no se
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||||
distanciaban mucho de ellos: no fue ingenuidad, sino un proceso de digestión
|
||||
desde la encarnación del mito a su desmitificación. Entonces, aconteció un
|
||||
fenómeno de «humanización»: verse a sí mismo en el otro.
|
||||
|
||||
Un encuentro fundamental fue entre los viejos americanos y los monjes
|
||||
franciscanos. El fenómeno de humanización solo duró días. Entre las
|
||||
conversaciones se percibió un transfondo común completamente «humano» de
|
||||
dudas y tentativas de respuesta respecto al significado, el sentido y la raíz
|
||||
de cada una de estas realidades. Pero la distancia también fue garrafal. Los
|
||||
españoles no lograban entender la importancia y el sentido que las celebraciones
|
||||
tenían en Mesoamérica, incluida la práctica del sacrificio. A los americanos
|
||||
les costaba abstraer la idea de un Dios que consistía de tres seres —siendo
|
||||
uno de estos «alguien» que carecía de todo cuerpo— así como les pareció absurdo
|
||||
la autoridad dada a una persona que se daba como suyo unas tierras que
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||||
nunca había trabajado ni visto. De este breve «encuentro» aconteció el
|
||||
«desencuentro»: la cruz o la guerra —que pudo haber sido la retirada a sus
|
||||
respectivas realidades o el sacrificio del otro.
|
||||
|
||||
En no «encontrarse» fue la imposibilidad de percibir en el otro un
|
||||
humano-humano; es decir, un hombre como se conocía en cada mundo: era de
|
||||
bárbaros el sacrificio; era de locos o borrachos el creer en semejante
|
||||
divinidad o en un tlatoani que se arropaba todo el mundo para sí. El proceso
|
||||
de diferenciación por parte de los españoles fue desde un sentido
|
||||
ético-religioso —donde todos los americanos eran humanos, pero portadores del
|
||||
pecado original, por lo que era preciso el tutelaje por mutuo acuerdo— cuyo
|
||||
principal guía fue Bartolomé de las Casas. Pero también de un modo naturalista:
|
||||
los indios carecían de razón natural, por lo que se justificaba la guerra en
|
||||
caso de no querer aceptar la cruz —por ellos y por su porvenir— siendo Juan
|
||||
Ginés de Sepúlveda su mayor punto de relieve. De la Junta de Valladolid se
|
||||
desprendió la justificación necesaria para lo que ya se estaba llevando a
|
||||
cabo en América.
|
||||
|
||||
El proceso de diferenciación entre los americanos fue desconfianza ante la
|
||||
palabra de los españoles, la rabia por haber dado abrigo al enemigo y el
|
||||
insomnio por haber cambiado los fundamentos de su mundo. Los conquistadores
|
||||
poco a poco mutaron en una plaga enviada por los dioses a modo de castigo:
|
||||
ningún ritual o sacrificio podría salvar al mundo en deterioro. Y cuando el
|
||||
centro de la realidad se fragmenta en mil pedazos o se convierte en níquel,
|
||||
lo más anhelado es su aniquilación decisiva y la reserva de un refugio.
|
||||
Quienes ostentaban el poder no les quedó sino tratar de enmendar sus abusos
|
||||
en poco tiempo y tan despojados de orgullo que causó sospecha en lugar de
|
||||
persuación. A esos americanos —a los autodenominados aztecas— la lucha y la
|
||||
muerte digna fueron sus opciones. Moctezuma, la vergüenza de América, y
|
||||
Cuauhtémoc, el trágico *élen vital* que anunció por lo alto la retirada de una
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era. Los bárbaros del norte se fueron con el sol cuando murió la tarde, danza
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afligida con Huitzilopochtli y su universo de valores guerreros. Entre los
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americanos dominados por ese «imperio», los españoles se percibieron como un
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mal menor, o al menos como esa maldad necesaria para salvaguardar lo poco que
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les quedaba. Las alianzas o las treguas fue lo más viable cuando en el mundo
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se estaba bajo la sombra de una voluntad más fuerte y violenta como fue esa
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tribú chichimeca que fundó Tenochtitlan.
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Diferenciación en sentido ético-religioso o naturalista, o como ocaso digno
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o nuevo sometimiento, por desgracia no fue suficiente para el proceso de
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digestión de dos mundos. En esta tierra y con ese contraste de posturas
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solo un mundo era posible: la confrontación ocurrió. Noches tristes, quema
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de pueblos, suicidios colectivos y traiciones es como se traduce la parte más
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obvia de este proceso. Henán Cortés y su huida por la pérdida de control
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ocasionada por sus huestes; una revancha que marcó el hito para demostrar que
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Tenochtitlan no era invensible; la «pacificación» del Pánuco, de Colima o de
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Motines como «buen ejemplo» de la capacidad bélica española para quienes
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negaran la cruz; los amotinamientos americanos que en varias ocasiones
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estuvieron cerca de crear un punto de referencia sobre la debilidad de los
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españoles; unos americanos que prefirieron matarse, asesinar a sus hijos y
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apuñalarse el vientre para que ni ellos ni su estirpe fueran reducidos a
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animales de carga, como lo describió Lebrón de Quiñones; un Tzintzuntzan que
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de manera hábil pudo mantener una relativa paz con Cristóbal de Olid —uno de
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los generales de Cortés— pero cuya tregua fue tan frágil como liviana se mostró
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la palabra de Nuño de Guzmán cuando quemó al «rey» y al «reino» de
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los purépechas.
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No fue la conquista de América, porque esta no existía en ninguna de estas
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realidades: fue el ocaso de un horizonte y el encogimiento de un mundo.
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Si bien este relato es más una trama construida que la sucesión precisa de
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hechos históricos, lo que quiero poner de relieve es que la comprensión del
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«decubrimiento», «invención», «encuentro», «desencuentro» y conquista de
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América es tanto un conjunto de hechos como su reconstrucción para tener
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un conocimiento general de este momento específico de nuestra historia.
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Esta reestructuración tan nuestra se comprende aquí a través de estas nociones:
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1) el desconocimiento y los procesos de 2) digestión limítrofe,
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3) humanización, 4) diferenciación y, por último, de 5) confrontación. Es un
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factor fenoménico descrito desde una perspectiva general. Pero quizá también
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sea aplicable, con sus respectivas modifiacciones, para la comprensión de
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otro fenómeno…
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## 3. El reino, el muro, la selva y todavía más allá
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¿Qué tiene que ver una interpretación sobre ese facinante fenómeno que
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ocurrió a los extremos del océano Pacífico durante el siglo XVI con la IA?
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Los pormenores sobre el problema de una doble fundación de la Villa de Colima
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con el tiempo formaron un montículo de barro que ha sido base del modelo,
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aún fresco, de cinco nociones guías para la comprensión de un conjunto de
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hechos históricos. Hablaré sobre ello como alteración de su forma para su uso
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en el problema en torno a si la IA puede pensar.
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Que los españoles a partir de las quimeras de su mundo o que lo americanos
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desde el carácter mítico del suyo hayan comenzado la digestión de
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horizontes, implica una metáfora espacial entre lo lejano y lo cercano.
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Si el límite es el lugar donde yace la ficción o el mito —aquello «irreal»,
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«amorfo», «ambiguo», «no convincente», «poco consistente» y «quebradizo»—, en
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la medida que nos vamos acercando la tierra empieza a tener un poco más de
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sentido, comienza a ser más significativa para nuestra vida porque en ella
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apreciamos los recuerdos de lo que hemos sido, se asoma ese suspiro de ya estar
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cerca de nuestro hogar y nace ese deseo de al fin desnudarnos y poder
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descansar en esa *propiedad* donde nos sentimos seguros.
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Lo cercano es lo mío, es lo nuestro, es ese espacio de dominio por el que
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día con día legitimamos su existencia como nuestra pertenencia mediante diversos
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quehaceres. La legitimización no es por vía jurídica o mediante el poder del
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Estado: el derecho y cualquier forma de estructura política crece sobre ese
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lugar común de convivencia. Lo que le da fundamento es el cuidado para que esta
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tierra —que no es inerte, sino viva: mundo— no desfallezca, su uso por ser base
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de nuestras actividades diarias hasta la muerte y su transformación para
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convertirla en un hogar, en el café y el pan después de la tormenta. Su peso es
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dado por nuestro trabajo, pero no solo ese trabajo-trabajo que implica el uso
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de la mano, el sudor hasta el óbito o la pérdida de lo que de antaño
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considerábamos nuestro pero que fue sacrificado para no perder el dominio.
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Trabajo también es ese esfuerzo de tratar de ver —entre los supuestos y los
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prejuicios de quienes nos heredaron el reino— su fondo, ¿cómo construir si
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desconocemos los cimientos, si no tenemos planos de esta cosa tan compleja que
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se nos fue dada y la cual llamamos mundo?
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El «reino» porque eso que consideramos tan nuestro, tan propio, no es
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políticamente neutro. Es más, en la mayoría de los casos tampoco es justo. Uno
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imagina que el hogar es un espacio de tranquilidad y de comunión pero por lo
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general eso no es mas que un deseo. Antes de llegar a casa los músculos
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comienzan a relajarse; sin embargo, ya desde el umbral de la puerta empezamos
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a escuchar el ruido, a oler el estercolero, a sentir el lodo que mancha
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aquello a lo que hemos dedicado nuestro tiempo. La limpieza pasa de algo
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lejano que hacían nuestros padres —más bien nuestras madres— a ser un rito.
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De un de repente entre la barrida o la trapeada caemos en cuenta que ya somos
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adultos: nadie está para limpiar nuestra mierda, pocos toleran ya nuestro
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desorden.
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¿Qué hacemos pues ahí, si no es tan placentero? ¿Acaso es miedo de huir o
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resignación porque lo peor es nada? No: es lo que somos. Somos espacio y
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somos tiempo, pero no en esa abstracción que es el espacio cartesiano o el
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tiempo como veinticuatro horas al día durante trecientos sesenta y cinco días
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al año —esa libertad de ir a donde sea y ese ir solo hacia una muerte en lugar
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de un mejor destino. El espacio es ese reino que todo el tiempo limpiamos,
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¿cómo alejarse cuando nuestro ser no solo brota, sino que se funde entre
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cara vericueto de esa arquitectura?
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Durante un tiempo pensamos que dicho «reino» era un proyecto ajeno que se nos
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dio sin preguntarnos si queríamos continuarlo, un esbozo al que nos correspondía
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darle un rumbo o quemarlo, un bosquejo donde solo uno, con la llave maestra
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de lo auténtico, tenía el poder de decidir si se cumplía o pasaba a ser abyecto.
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Pero nos equivocamos, el reino es la mancha de sangre que por más que
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intentamos quitarla ya se quedó y ahora es evidencia de lo que somos. No es
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externo ni una prolongación de mí, tampoco son mis actos, sino una estructura
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fundada por lo que hemos sido y por lo que queremos ser. El reino es el
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epicentro del ser, ese modo que somos y que damos por sentado y no dudamos,
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que nos hace confesar que pese al disgusto y el asco provocado, lo que más nos
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frustra es ser tiempo dedicado a un espacio en común cuya complexión nos impide
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ser los únicos hacedores de nuestro destino. Más que «falta de tiempo» para
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cumplir con lo asignado, es un quehacer sin estar al tanto de que a esas
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pequeñas cosas a las que les dedicamos tiempo —aunque no lo queramos y pese a
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que las llevemos a cabo por responsabilidad o para no fallarnos— terminan por
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ser parte de nosotros: cumplen su ciclo al determinarnos en lo más profundo,
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al marcar la pauta de lo que ahora somos.
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El reino no solo carece de paz por el enorme peso de ser a cada instante, la
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hostilidad también viene porque solo en el sometimiento se encuentra la
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estabilidad buscada. Podemos negarnos ser y recluirnos o ser llevados hasta la
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nada. No todas las posibilidades del ser son edificantes, tal como su epicentro
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espera. Paso a paso se puede ir o se nos arroja a los márgenes del reino para
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*ser nada*. Es decir, ser momento, desaparición o muerte, y ser olvido,
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recuerdo o espectro para quienes nos ven alejarnos. Ese espacio donde el ser
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pasa a ser efímero es la nada: lo que yace inmediatamente afuera del reino,
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esos campos donde se cultivan los frutos que ha de comer el reino, eso tan
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menospreciado pero al mismo tiempo tan necesario para que el ser sea mármol
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que no sucumbe a nada.
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¿Cómo puede el reino edificarse si no busca más allá de sí lo que puede tomar
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con la mano? ¿Qué no es acaso por la nada —ese ser paupérrimo— que el ser se
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funda como ser «real», «con forma», «convincente», «consistente» y «sólido»?
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La nada, más que una oposición al ser, es el ser degradado desde la mirada del
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ser edificado. Como la nada también es, es esa tierra erosionada que a cada
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instante avanza, es arena que se mete entre los dedos de los pies y de ahí
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a nuestra casa: es parte de esa suciedad que a cada instante nos demuestra
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que el mundo como un espacio «limpio» es la necedad de ser fundado.
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¿Qué hacer cuando la nada también avanza y esto se percibe como amenaza? No
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hay mejor defensa que un muro. El reino hace un último esfuerzo de demostrar
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su poder fundante al construir, alrededor de lo que considera su espacio vital,
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una pared cuyo acceso es controlado. La división entre el ser efímero y el
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ser edificado es una decisión política que afecta la arquitectura del espacio
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de convicencia. Es una resolución que no necesita consentimiento porque es el
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epicentro quien la implementa por la fuerza. Y eso nuevo que constriñe al reino
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y que en un primer momento es molesto y despreciable, poco a poco pasa a ser
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aceptado y alabado. La política autoritaria poco importa cuando el tiempo
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borra su violencia y legitima la nueva configuración que ha creado. El muro
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impide un mayor crecimiento del reino, por lo que su ser se derrama a sus
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afueras: entre más bárbaros, más civilizado es el reino. Y entre quienes de
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manera arbitraria les tocó quedarse encerrado entre los muros, desde sus puertas
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o por lo alto de las paredes contemplan un panorama desolador que solo el muro
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evita su choque con el reino. La nada de ser efímera pasa a ser eso otro
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radicalmente distinto del ser entre muros, de lo que desde adentro se dice que
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es el ser, sin coletilla, porque ya no hay más ser allá de ese muro.
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¿Qué tal si el reino no tuviera muros? ¿Que pasaría si el dominio no estuviese
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limitado por la nada? ¿Cómo sería si la nada no existiera? El reino que nos
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fue entregado ya tenía incluido un muro. Pero el ser y la nada es política
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ontológica de este mundo. Ente porque nos hace ser lo que somos en un *polis*
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que define el modo de desenvolvimiento tanto dentro como afuera del muro.
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Esto significa que en otro mundo esto no fue necesariamente así: en otro
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horizonte ni la nada ni el ser eran; es decir, el reino no fue sinónimo de
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ser fundado.
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Lo que se considera «verdadero» en este reino fue la vara de medida por la
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cual «*nelli*» fue traducida del náhuatl como «verdad». Pensar que *nelli*
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es una particula que quiere decir la «verdad» es intentar imponer las reglas
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de este reino sobre otro mundo cuyo orden no se regía por el ser ni por la nada.
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El mundo era, pero no tenía ni necesitaba de ser. *Lo que es* en ese mundo
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su epicentro era una base más fugaz: era raíz. El mármol yace *sobre* la tierra
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y se queda ahí erosionándose por milenios o hasta que alguien más viene y lo
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destruye. Mientras tanto, de las semillas brotan las plantas *desde* la tierra
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cuyas raíces se dispersan por el suelo, luego maduran y después mueren para
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ser abono y comenzar de nuevo con el ciclo. Todo esto pasa mientras el mármol
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sigue ahí, a la expectativa de ser material fundante. En un mundo donde no hay
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ser ni nada, no hay muro que separe al reino de sus márgenes inmediatos: lo
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que es enraizado convive con lo que no tiene raíz. Juntos permanecen en ese
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espacio en común, que sin ser del todo pacífico, no hay autoridad que marque
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una pauta porque ni siquiera existe un marco de referencia donde estos
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elementos estén en dicotomía, sino que más bien los dos extremos que al
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fundirse crean un mundo en sonoridad florida. Así que el muro, más que dado,
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fue constituido y ha sido mantenido por nosotros y nuestros antecesores.
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Más allá del espacio común de convivencia —ahora diferenciado por un muro
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entre el reino: el ser edificado, y la nada: el ser efímero— está
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la selva: aquello que es pero sin que el reino pueda instaurarlo como ser o
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como nada, ese ser que sin ser edificado tampoco es efímero, sino que alimenta,
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entretiene y sugiere nuevas políticas para el reino: el ser ficticio.
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## 4. El motín por la inteligencia artificial
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Desconocimiento
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Digestión a través del límite de lo real (mito y ficción)
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Humanización
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Diferenciación
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Confrontación
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=> Aculturación
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**Poner guiones: —**
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Más que el europeo haya dotado de «ser» a América, le
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**implantó un orden de las cosas** en torno a algo tan desconocido y euroasiático
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como lo es el concepto de «ser».
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un conjunto de hechos como **su reconstrucción** para tener un conocimiento
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general de este momento específico de nuestra historia
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La puesta al límite tiene una **relación de poder**.
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Pero prefiero otra división cuando se trata del problema sobre si la IA
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«piensa», que a lo largo de este texto intentaré indicar su pertinencia:
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**EMULACIÓN o EXPLORACIÓN**.
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